Un año es mucho
¿O no? De niño la llegada de la Navidad era eterna, esa espera de diciembre para descubrir ilusionados los regalos que traía el ‘Niño Dios’ era insufrible, y ni hablar de lo largo que se hacía el curso escolar de febrero a noviembre con un periodo estival de un mes a mitad de año, lo que en Colombia conocemos como calendario A.
Ahora el tiempo pasa volando, pareciera que acabamos de cumplir con nuestras obligaciones financieras y el pago de servicios públicos, y ya el mes siguiente llama a la puerta de nuevo, sin contemplaciones, los números no perdonan.
No nos hemos quitado el bañador de verano y ni siquiera limpiado la barbacoa cuando diciembre está a la vuelta de la esquina. Se intercambian los roles, ahora en el papel de ‘Niño Dios’, diciembre se nos echa encima, y si se puede, a rasgarse el bolsillo y comprar regalos, un año más.
Tenía seis años sin ir a mi país. Antes del pasado mes de junio y un par de días que arañé a julio, 2018 fue la última vez. Con la pandemia de por medio, siento que transcurrió demasiado tiempo sin ver personalmente y abrazar a familiares y amigos. No es la misma vaina una videollamada, porque la conversa, las emociones, las risas y el vacile propio de Barranquilla y el Caribe entero adquieren otra dimensión inexplicable.
Mi padre murió en 2020, entonces con el espacio aéreo cerrado, y luego por compromisos profesionales y personales de estos últimos años, solo hasta ahora pude visitar su tumba.
Aparte de todas estas circunstancias, una de las realidades que más me impactó en mi reciente visita fue la descripción descarnada de personas allegadas sobre cómo les afectó y dejó huella el encierro del covid, sobre todo en hombres y mujeres de mayor edad. Especialmente para ellos y ellas, la vida nunca volvió ni tienen la esperanza de que sea igual o parecida a la que llevaban antes de la pandemia.
Es una especie de autoencierro por miedo a enfermarse de lo que sea, por protección o sobreprotección de la familia que les sugiere salir lo justo e incluso por temor a conducir en un escenario de variopintas imprudencias en la calle, entre otros motivos.
Me acordé de la importancia de las iniciativas públicas que desarrollan programas de envejecimiento activo que abordan diferentes problemas que sufren las personas que se encuentran en situación de soledad no deseada a través de actividades de grupo o terapias individuales de acompañamiento en el hogar que mitigan la pérdida de amigos y familiares por muerte o la ausencia de relaciones sociales y el aislamiento.
Los mayores necesitan ayuda, colaboración y apoyo profesional, atendiendo más sus demandas y menos nuestro parecer, aunque es verdad que a veces cuesta escucharlos pacientemente en la explicación y defensa de sus opiniones.
Un año es mucho tiempo en edades más adultas, así que es toda una dicha disfrutar de la compañía de seres queridos cuando se tienen cerca. Me traje el poemario ‘Para navegar corazón adentro’ de Harold Ballesteros Valencia, compañero de batallas culturales en Barranquilla, prologado por otro gran escritor colombiano, William Ospina, que en el texto preliminar del libro de Harold, escribe sobre la irreversibilidad del tiempo: “...que no siempre nos permitirá a nosotros volver a empezar, volver a intentar ese paso de danza, cuando ya esté abierta la herida, cuando ya nos arrastre la adversidad, cuando la coloquial expresión ‘bailar con la más fea’ cobre su significado real de empezar los giros del vals con la muerte”.
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