“Pasé la mocedad sin estrenar zapatos: se cuenta y no se cree”
Antonia Hernández nació en Ye, de donde fue este año pasado la pregonera. Tiene 96 años, mucha descendencia y mucha memoria de una época de escasez absoluta: “Ahora se está mejor, ni parecido”
El 23 de agosto de 1923 nació en Ye Antonia Hernández. “Ahí nací, pasé la mocedad y me casé”. De ahí eran sus padres, que tenían tierras propias. “La que trabajé bastante para los ricos fui yo”, recuerda. Los ricos de Ye eran Juan Manuel Curbelo y Domingo López. Para esas labores del campo, las mujeres cobraban dos pesetas al día y los hombres tres. Después subieron el salario a los hombres a siete y a las mujeres a tres. Pero el trabajo era el mismo: podar, escardar, recoger la viña…, “y descalzas porque no había zapatillas”, aunque se hicieron unas soletas con unos neumáticos viejos y unas tachas. Tenían sus inconvenientes: se le escapó una tacha y se hizo sangre.
-¿Y por qué cobraban más los hombres?
-“Pues sería por ser hombres”, dice.
Antonia fue a la escuela con doña Carmen, que era la maestra y también tenía la tienda del pueblo. Cuando cumplió 14 años dejó la escuela y empezó a ir ella sola a Las Hoyas. No tan sola: con seis cabras y una vaca, pero sin reloj ni nada. “Sabía la hora por la sombra de las casas”. A sus padres no les hacía mucha gracia que fuera sola porque había soldados. Era la Guerra Civil. Un día se despistó, llegó de noche y se pegaron un buen susto. “Me despisté ese día nada más”.
Dice que en Ye había mucha miseria y que mejoró la situación cuando llegaron la comida y las telas “por cartilla”. Pero ella no pasó hambre. Comían gofio, papas sancochadas y potajito y tenían un cochino para todo el año. Se lavaba con barrilla “porque ni jabón había”. Y había que ir a por agua al Risco, no a la Fuente de Gusa, sino más cerca, a mitad de risco, “cuando se bajaba Morro Viento”. Descalza también. “Pasé la mocedad sin estrenar zapatos. Se cuenta y no se cree”. Recuerda un día que fue con Clotilde y, cuando llegaron, la fuente estaba casi seca y volvieron solo con medio cacharro. A veces sí bajaba el risco del todo, para lavar la ropa en las salinas. “Era tanta la miseria”, dice, que el viernes iban las madres a trabajar en lugar de las hijas para poder lavar la ropa e ir al baile. Solo tenían un vestido.
Había pocas cosas en Ye, “y de Ye no se salía”. Sólo había un camión, el de don Juanito, y, en Haría, el de Juan Morales. También en Haría estaba el médico “que no valía”, recuerda Antonia, porque a un niño le curó una pulmonía sacándole la sangre por la espalda. Dice que murieron tres niños de fiebres altas.
La gente del pueblo se iba a El Tablero, a Gran Canaria, a la zafra del tomate. Otros se iban a Venezuela. Su abuelo había ido a Cuba dos veces y había vuelto. Y su padre, otras dos a Buenos Aires. Ella se fue a Altavista, pero a Arrecife no fue nunca hasta que estuvo casada. Después comenzó a ir a La Recova a vender higos picones. Se había casado con diecisiete años y su marido trabajaba para don Mariano, hasta que un día lo mandó a coger higos picos a su finca y no quiso. Lo echaron y se puso por su cuenta, a vender grano, lentejas, queso y hasta pescado que llevaba a Gran Canaria. Después trabajó de vigilante en Garavilla.
“Era tanta la miseria”, dice, que el viernes iban las madres a trabajar en lugar de las hijas para poder lavar la ropa e ir al baile. Solo tenían un vestido
Antes de eso, de recién casados, dice que los soldados lo mandaron unos meses a vigilar Haría y Órzola. “Cogían unos cuantos y los mandaban allá. No sé lo que vigilaban”, dice. Los domingos, las que no tenían novio iban a dar una vuelta por la carretera. Y alguna abuela salía como acompañante y tiraba puños de arena si caminaban muy rápido, para que no se escaparan, que no fueran “tan diestro”.
También solían hacer roseta y oían la radio, pero eso ya de casadas. El baile era en El Tefío, en un almacén. Era un baile de guitarra y timple. Todas las mujeres estaban dentro y había un hombre con un palo en la puerta que regulaba el tránsito. Llegaban jóvenes de Haría, Máguez o Los Valles. Los hombres entraban de ocho en ocho y hacían tres bailes, según cuenta Antonia: el primero con la novia, el segundo con una amiga o prima y el tercero otra vez con la novia. Mientras las jóvenes bailaban, las madres vigilaban. Si se repetía tres veces la pareja de baile ya se sabía que había pretendiente. Después venía la declaración y “a enamorar a la casa”, con una mesa en medio y la madre vigilando por si la falda permitía ver las rodillas. “Había mucho respeto”, dice. “Lo de vivir sin casarse, eso no se vio nunca”.
Pero el tiempo pasó, las cosas fueron mejorando y la familia creciendo. “Ahora se está mejor, ni parecido”. También viajó a la Península de excursión y pasaba los veranos en Órzola, donde una vez, a pesar de que no sabe nadar y que le da miedo el agua, se tuvo que meter en la marea para avisar del peligro a sus nietos.
Hace años que vive en Altavista. Pasa la mayor parte del tiempo en casa, ve la tele, Sálvame o Pasapalabra hasta que lo quitaron, porque el nuevo que han puesto no le gusta nada, y va a casa de su cuñada. Este año pasado fue la pregonera de las fiestas de San Francisco Javier, en Ye, por supuesto.
Dice que se pasa las noches hablando sola y pensando cosas malas y asegura que le gusta que la gente sea “despachada”. Su hermana mayor llegó a los 101 años y su hermana pequeña tiene 93. Antonia tuvo cuatro hijos y tiene doce nietos, once biznietos y cuatro tataranietos: “Los niños te alegran la casa”.
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