José Juan Romero

En busca de lugares no turísticos

La voz de una azafata de Ryanair me despierta de un sueño de siete días de paisajes verdes y me devuelve a mi realidad con un simpático acento italiano: "Bienvenidos a Lanzarote, bienvenidos a esta bonita y linda isla". Y pienso en esa playa nuestra de aguas cristalinas en otro tiempo, en el que las necesidades de la isla la simbolizaban los camiones cuba de agua potable. Hoy día se vuelven a ver muchos camiones cuba y, siguiendo con la simbología moderna, le acompañan los vehículos de las empresas de seguridad y venta de alarmas.

En ese tiempo se escuchaba silencio en la playa. No había ruidos de motos de agua ni desembarcos masivos de excursiones marítimas. Se respiraba brisa marina. No te llegaba a la nariz la polvajera de multitud de coches de alquiler, quads y cross cars, ni tampoco el humo del tabaco del vecino de toalla que ha cubierto con bártulos el último hueco libre de jable. 

La mayoría de los ocupantes del Boeing 737 no conocieron esa sensación de bañarse en este paraíso pero vienen como si lo fueran a encontrar, ilusionados por las fotos que han visto en Instagram, deseando el encuentro con esa playa y sacarse la foto "yo estuve aquí". Muchos son parejas jóvenes con niños y niñas que han venido todo el vuelo preguntando solo por la piscina del hotel. "¡Qué bueno ese turismo que encuentra más interesante las propias instalaciones del alojamiento que esos centros turísticos low cost, tipo Las Grietas, que proliferan como aulagas".

Ellos empiezan su viaje y yo termino el mío. No sé cómo se marcharán de satisfechos. Ojalá la realidad actual de Lanzarote se ajuste a sus expectativas. No hay nada peor que ver a un turista que se sienta estafado. Sí es verdad que para muchos que vivimos todo el año en esta isla turística, en la que desde la pandemia todos los meses son agosto, el verdadero lujo para unas vacaciones consiste en dirigirse a un lugar con un encanto mínimo donde no haya demasiados turistas. Y es por ahí por donde sigue este relato, el recorrido placentero que se convirtió en dulce sueño y que interrumpió una azafata de Ryanair con acento italiano.

Llegar en verano a Lavacolla, el aeropuerto de Santiago de Compostela, ya es un premio. Es cruzar la puerta del fresco y ponerse a salvo del horno peninsular. Santiago y A Coruña quedan pronto atrás porque la orden facilitada al navegador del coche de alquiler nos dirige a un pueblo perdido en la provincia gallega más extensa, que supera en más de dos mil kilómetros cuadrados a todo el País Vasco. Y no cito más nombres propios porque para eso ya están millones de perfiles en redes y sus recomendaciones, que ya han puesto  hasta los topes de turistas a todos los rincones perdidos. Fodechinchos si estamos hablando de Galicia y de turistas irresponsables y molestos, tal como se ha hecho célebre el término después de que un bar decidiera en este verano cerrar en pleno agosto harto de este tipo de turismo.

Llegamos al hotelito rural que nos ha recomendado un amigo de la zona. Sus puntuaciones son más fiables que las de cualquier app. Nada más llegar vemos que se trata de algo más que un hotelito rural. Es una casa en el campo y una granja, con todo tipo de animales, desde gallinas a caballos. Llamarle rural a un chalet de lujo en el monte es un exceso. Pronto te sientes como un invitado, como un amigo del propietario, que es un excelente cocinero, muy apreciado en su entorno, y que conociéndolo a él, por su hiperactividad, por su conversación y por las anécdotas que cuenta, es como si conocieras a gran parte de su pueblo, o como si llevaras más tiempo en el lugar. Además, el trato se ve mejorado por su encantadora familia, implicada en el buen funcionamiento del establecimiento, y hasta por los dos mastines nobles que nos acompañan durante la estancia, evocando recuerdos rurales de la infancia.

Y ni qué decir tiene, que el boca a boca atrae hasta allí a una clientela por lo general interesante, procedente de distintos puntos de España, con la que compartir conversación, una Estrella Galicia, un Ribeiro, un Albariño y las delicias gastronómicas elaboradas en el gran horno de la casa bajo la sombra del castaño y del kiwi. Cuando no hay sendero alrededor del hotelito o paseo en caballo, por las veredas y caminos que cruzan prados y fragas, subimos al coche a hacer kilómetros a través de un laberinto de carreteras infinitas por una alfombra verde ondulada, con alguna que otra montaña poco elevada, que nos lleva por bellas aldeas, parroquias, pueblos y pequeñas ciudades. En la capital nos asombra la gran muralla romana que la rodea, las callejuelas y la oferta gastronómica de su centro histórico, y los acertados proyectos de peatonalización y ajardinamiento que están modernizando esta coqueta ciudad.

Los días de verano han dado una tregua a la lluvia que mantiene verde y fértil esta gran zona agrícola y ganadera. El agua sigue corriendo por sus numerosos ríos, afluentes y arroyos...y alcanza su esplendor en las "fervenzas", cascadas, que caen espectaculares en una zona de baño inolvidable. La luz solar intensifica las tonalidades de distintos verdes y se aprecia con detalle la variedad de paisajes, imprevisibles, diferentes a la vuelta de cada curva, con sus bosques y fragas de robles y castaños, de pinos y de eucaliptos, sus prados cuidados, donde pastan cantidad de vacas, auténticas modelos, fotogénicas, de todas las variedades, junto a extensas plantaciones de millo.

La arquitectura tradicional embellece los valles y llanuras que atravesamos. Los tejados de pizarra negra, las paredes blancas, los amplios ventanales, las construcciones de piedra, los hórreos, el arte de los jardines...Nada tiene que envidiar a paisajes celebérrimos de la Toscana, la Emilia-Romagna o la campiña inglesa. Cuando no, casonas de indianos y palmeras canarias, que nos hablan de la emigración gallega al otro lado del océano, igual que hicieron los canarios. Y por ese vínculo con el mar, vemos muchas junto a la costa, donde el Cantábrico ha moldeado una costa con formas caprichosas, con playas inimaginables, con bosques que terminan en sus orillas, con colores nunca vistos.

Nos cuentan que esta maravilla de paisaje puede tener los años contados, que se encuentran atendidos por la última o la penúltima generación de agricultores y de ganaderos. Galicia está en lucha por la conservación de su paisaje. La batalla ahora está centrada en torno al polémico proyecto de la empresa pastera lusa Altri en Palas de Rei. La siguiente puede desatarse ante un inminente ´boom´ inmobiliario que el eco del cambio climático y del calentamiento está promoviendo en esta joya natural. Por si había alguna duda, un titular reciente del Huffington Post (el mismo medio que ha titulado este verano que los ingleses ya ven en Cabo Verde el destino sustituto de Canarias): "Galicia, la nueva zona española de moda, aprovecha para llenarse los bolsillos al subir 16 veces el precio del alojamiento".

 

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