Vacaciones, vacuna, verano... y virus
Los autos suspensorios han convertido el TSJC en el gestor contra la pandemia
Dado que la nueva normalidad nunca ha terminado de convencernos como esquema vital para los próximos años, las sociedades desarrolladas han decidido que, con el proceso de vacunación en plena velocidad de crucero, lo mejor era recuperar la vieja normalidad y exprimir el último verano de la pandemia como si nada hubiera ocurrido. Las consecuencias de ignorar el último esfuerzo las veremos a la vuelta del periodo estival, pero eso es algo que solo importará a quienes se vean realmente afectados por la incidencia de la Covid en su salud o la de sus personas cercanas.
El panorama en las calles, plazas, establecimientos de restauración y ocio, etcétera, es revelador desde el mismo día en que terminó el estado de alarma: porque, en contra de las afirmaciones del presidente canario, sí había cosas que celebrar, siempre hay un argumento para un convite, una celebración o una escapada. Y más desde el momento en que la ministra Darias afirmó que llegaba el tiempo de las sonrisas y que la mascarilla pasaba a ser un utensilio prescindible en exteriores. Una medida tan cargada de lógica como ausente de sentido pedagógico para una población ya agotada.
Varios elementos han confluido para fomentar este escenario del todo imprevisible hace apenas unos meses. Entonces dábamos por sentado que la cuarta ola, la que estropeó la primavera de la recuperación económica, era el último estertor de una pandemia que ya superaba con holgura el año de duración. ¿Fue un espejismo la baja incidencia del mes de mayo, apenas unas semanas después del fin del estado de alarma, con la economía plenamente relanzada y contagios a la baja o estabilizados? Dicen los expertos que la variante Delta, al principio llamada variante india, rompió todos los esquemas de los epidemiólogos, por más que fuera una posibilidad cierta, la aparición de una cepa con mayor capacidad de contagio.
Y aquí tenemos que encontrar un primer fundamento del desastre veraniego que aqueja a Canarias, como al resto del continente europeo: la coincidencia vacaciones, vacuna, verano... y virus temporal entre la desescalada, tanto administrativa como psicológica, y el rearme del enemigo vía nueva variante del coronavirus. Los avisos de algunos expertos -aún recuerdo el mensaje de WhatsApp que me remitió Amós García en los primeros días de la cepa india: “Estoy preocupado, esto es muy peligroso”- cayeron en saco roto porque cuando la sociedad acelera en un proceso, sea el que sea, revertir tal dinámica es imposible.
Una vez disparado el índice de contagios, llegaron las repuestas públicas para atajar el incendio. Las institucionales, a través de la autoridad sanitaria, que una vez perdida su capacidad disuasoria con el fin del estado de alarma se mueve en territorio adverso. Porque no es lo mismo dictar un toque de queda o fijar restricciones (de movilidad, de actividades sometidas a riesgo) al amparo de una norma excepcional que hacerlo en las aguas procelosas del Estado de Derecho y la legislación ordinaria.
A estas alturas seguimos sin conocer las razones por las cuales el Gobierno español no ha promovido una legislación sanitaria específica para abordar las medidas necesarias en una crisis provocada por una enfermedad contagiosa de alcance planetario. Y no será por ausencia de afán legislativo en la Administración española, oiga, que regula hasta los aspectos más nimios de la convivencia, al parecer más relevantes que una reflexión a fondo sobre los instrumentos legales que deben acompañar a los poderes públicos en una crisis sanitaria que ha matado a 80.000 conciudadanos y que además podría repetirse.
A cambio, lo que hemos tenido es la fallida letanía de la ministra canaria, portavoz de una inconsistencia palpable con el paso de las semanas: “Las comunidades autónomas tienen herramientas suficientes para contener la pandemia”. Pues no, no las tienen, porque la afección a derechos fundamentales está en un escalón superior al autonómico, como hemos comprobado una vez que los contagios se han disparado de nuevo y los gobiernos regionales se han visto desbordados, incapaces para repetir las medidas restrictivas que resultaron eficaces en las oleadas pretéritas. El hecho de que el PP se adelantara en la propuesta de una ley de pandemias, o como quiera llamarse, en la principal y acaso única aportación del primer partido de la oposición en esta crisis, no es un argumento suficiente para cerrarse en banda. Pedro Sánchez pagará con creces esta respuesta obtusa que ignora el sentido común, pero da igual, porque el mayor precio lo pagará la sociedad española.
El escarnio definitivo de la quinta ola ha venido dado por la geometría variable de los tribunales autonómicos en la delimitación de lo que los gobiernos pueden o no pueden hacer llegados a este punto. Y lo que era posible en Cataluña, por ejemplo el toque de queda, ha resultado imposible en Canarias por decisión de la Sala de lo Contencioso del Tribunal Superior de Justicia de Canarias, que se ha destapado en esta crisis con unas ambiciones interpretativas quizá más adecuadas en otro momento. Los magistrados del alto tribunal canario podían haberse centrado en cuestiones puramente jurídicas y haber eludido el debate sobre la pertinencia sanitaria de las medidas promovidas por el Ejecutivo autonómico, resultado a su vez de los informes y recomendaciones emanadas por la Dirección General de Salud Pública, como órgano responsable y experto.
Pero ha ocurrido todo lo contrario, porque los autos suspensorios y denegatorios de las decisiones sanitarias -por cierto, un Gobierno que pierde una y otra vez en los tribunales tiene un problema- van más allá de las interpretaciones legales y abundan con frecuencia en lo innecesario de las restricciones, con un afán invasivo que ha convertido el TSJC en el gestor de hecho de la gestión contra la pandemia en Canarias. En particular, con la reciente negativa a la obligatoriedad de mostrar el certificado de inmunidad en el interior de los establecimientos de restauración, una medida de nulo impacto económico para los negocios, que se ha aplicado con normalidad en los hoteles durante meses y cuyo rechazo es oxígeno para los antivacunas. Y todo, sin ejercicio de responsabilidad sobre este verano que se escribe con V de vacaciones, vacunas y virus.
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