Pancho el cubano: otros mundos y otros tiempos
Este emigrante es una fuente inagotable de anécdotas y hechos y fue protagonista de una de las charlas de la Muestra de Cine de Lanzarote
A Francisco Figueroa Hernández le dicen Pancho el cubano porque salió a ver el mundo en aquella isla. Su padre, Zenón, emigró a principios de siglo y se casó con su madre, cubana pero también hija de canarios. Tampoco había sido el primero. Antes ya se había instalado allí su abuelo Pancho, que llegó antes de la guerra. De la de Cuba, por supuesto.
Zenón se había embarcado con un primo, Manuel Rodríguez, antes de que los reclamaran para el cuartel. Uno convenció al otro y su padre le preguntó si ya era hombre para defenderse si le pasaba algo. Debió responder que sí, pero parece que el abuelo era de esas personas a las que les gusta comprobar las cosas por sí mismo, y una noche lo esperó escondido en un campo de tuneras tapado con una sábana, como un fantasma, para ver sobre el terreno su reacción ante las adversidades.
Pasó ese peculiar examen práctico, porque poco después se embarcaron a Cuba sin plaza en un camarote, porque estaban agotadas, pero con pasaje de cubierta. Ante esa situación pensaron que la mejor idea era hacer la travesía dentro de los botes salvavidas, pero parece que la idea no era muy original y los botes estaban llenos. Todos menos uno, en el que había un polizón, y Manuel y Zenón no solo no revelaron su presencia sino que convirtieron en tres raciones la comida prevista para toda la travesía para dos personas. Cuando llegaron a Cuba, y haciendo gala de capacidad de observación y deducción, vieron un establecimiento que se llamaba La fonda del potaje. “Ese es canario, es de los nuestros”, se dijeron, y el dueño no solo les dio de comer sino que les buscó trabajo en una plantación de tabaco.
Después Zenón acabó trabajando como mayoral en la Finca Armendáriz, “donde trabajaban veinte mulatos que ya no eran esclavos”, cuenta Pancho, y donde se cultivaba “de todo” con destino al mercado de la capital cubana. La finca, propiedad de Rosalía Abreu, era tan grande que había que atravesarla a caballo y era tan productiva que no hacía falta gastar dinero fuera de ella, así que Zenón invertía todo lo que ganaba.
Por eso se arruinó cuando llegó el Crack del 29 y no levantó cabeza. Enfermó, lo ingresaron en el Hospital Quinta Canaria y acabó muriendo con poco más de 40 años y con un bebé, Pancho, de solo dos meses, que era el quinto de sus hijos. Al año siguiente, su madre, Emilia, recibió una carta que llegaba desde Máguez anunciado la posibilidad de una herencia, que tradujo rápidamente en la posibilidad de cambiar de rumbo y de futuro.
Así fue como Pancho llegó a la isla de donde partió su padre, pero el viaje no salió bien. La herencia no era tal herencia y la estancia duró poco. De nuevo tuvieron que hacer las maletas, esta vez rumbo a Gran Canaria. La madre se empleó como criada en casa de Bruno Naranjo, que estaba donde hoy está el Hotel Parque, en San Telmo, junto a una de sus hijas, y los varones acabaron en el internado de San Antonio “con los locos y las locas”, donde trabajaba su tío Lorenzo y que llevaban 14 monjas de las Hermanas de la Caridad. “Ahí se acabó la familia”, dice Pancho, porque ya no se volvieron a reunir todos. Las condiciones del internado eran duras, pero fuera no eran mucho mejores. Las familias dejaban a sus niños en la calle para incumplir el toque de queda y que metieran a sus hijos en el internado. Así que el internado empezó a llenarse hasta llegar a más de quinientos niños. “Cuando entré me llamaban por mi nombre y después yo era el 22”, cuenta Pancho. Eran tantos que fue la única forma de entenderse.
Paseando con su esposa.
“Dormíamos por parejas y comíamos, pero no nos hartábamos”. El menú solo era variado en cuanto al orden en que ponían sobre la mesa los mismos platos una y otra vez, entre los que Pancho recuerda con especial aversión las lentejas con gorgojos. Y de vez en cuando pasaban cosas extraordinarias. Según cuenta Pancho, Evita Perón, por alguna razón desconocida, tenía cierto contacto con Las Palmas de Gran Canaria y enviaba sacos de millo, pero en una ocasión “envió un cochino de doscientos kilos que pusieron en el centro del patio” y que cuando lo fueron a matar para cocinarlo, alguien se había adelantado “y solo quedaban los huesos”.
Dice Pancho que él cantaba bien “porque era cubano” y por eso fue uno de los 42 elegidos para el coro del internado, que llegaron a cantar el Teatro Pérez Galdós con la presencia en el público de su madre. Poco después de aquello, con solo once años, le reclamó un tío suyo desde Máguez para que trabajara con él en el campo. Era la segunda vez que lo hacía y lo primera no duró ni una semana. Pancho solo tenia seis años y se pasaba el día enfermo. Su tío lo llevó a ver a Juan de León, que le colocó tres granos de arena en cada zapato y le quitó un dolor de muelas.
Mientras estuvo viviendo en Máguez no paró quieto. Promovió el equipo de fútbol
Con 11 años llegó a Máguez. Dice Pancho que entonces “era un tolete, un ignorante”. Creció pegado al campo, al que todavía va de vez en cuando. Ahora tiene 92 años, vive en Punta Mujeres y un par de días a la semana va hasta su finca en su propio coche. “Me han dado dos años más de carné”, se ríe.
Pero además del campo siguió con el interés por la música. Ponía la oreja detrás de una ventana que tenía la Sociedad de Máguez, donde había dos pianistas, Fe y Olga, que solo se sabían dos canciones, mientras que en Haría eran cuatro los pianistas con un repertorio un poco más amplio. Un día se puso a cantar junto al piano, y la ocasión se convirtió en costumbre. Otro día, el presidente de la Sociedad le dijo que le contrataba si se compraba una batería para montar una orquesta. La batería costaba casi 3.000 pesetas, y en su familia le dijeron que con ese dinero se podían comprar una finca, pero al final se la compraron, aunque tardó seis meses en llegar desde Barcelona.
Pancho tocando la guitarra.
En la Isla solo había una batería, la que tocaba Hernán en la Sociedad Democracia. Pancho no tenía, por tanto, muchos sitios donde aprender, así que aprendió solo. En cuatro meses “como un reguilete”. Con el pianista, un militar que tocaba la trompeta y dos más, Benito y Castillo, montaron la Orquesta Gran Casino, adoptando el nombre de un estreno de la época, la película que protagonizaban Libertad Lamarque y Jorge Negrete. Se compraron un equipo de megafonía que les costó “un ojo de la cara”, alimentado por baterías, porque el cucurucho de cartón para amplificar la voz de los boleros no duraba mucho, y el de latón tampoco era práctico, pero recuperaron con creces la inversión porque les contrataron en todas las fiestas de la Isla.
Mientras estuvo viviendo en Máguez no paró quieto. Promovió el equipo de fútbol, el Máguez Unión Deportiva, con equipo senior, juvenil y cuatro infantiles, y acondicionó el campo de fútbol, por su cuenta, en la Vega de Máguez. También fue impulsor de dos grupos de teatro. Después se casó con María Dolores y se fue a vivir a Las Palmas de Gran Canaria. Con un socio compró un restaurante, el Perico, entre las calles López Botas, Pedro Díaz y Sor Jesús. El dueño lo vendía porque se lo había ganado al anterior propietario en una partida de cartas, y Pancho acabó como cocinero porque se tenía que ocupar de los fogones cuando fallaba algún cocinero, que era muy a menudo. Muchos años después, cuando volvió a Lanzarote, regentó el teleclub de Punta Mujeres y asegura, “aunque no lo creas” que un año, en las fiestas del Pino, hizo una caja de un millón de pesetas.
Pancho, junto con Domingo Corujo y Anastasio Morín, participó en un coloquio sobre la emigración dentro de los actos de la Muestra de Cine de Lanzarote, que este año se centró en ese tema, la emigración. Los tres contaron sus experiencias, que tienen que ver con tres momentos diferentes de la emigración lanzaroteña a tres países distintos. Pancho narró el viaje a Cuba de su abuelo y de su padre, en el siglo XIX y a principios del XX, mientras que Morín emigró a Buenos Aires, donde le esperaba su padre, en 1951, cuando aún era un adolescente. Estuvo cuarenta años allá, hasta que volvió a la Isla empujado de nuevo por la situación económica. “Yo hice dos emigraciones”, dijo. Por su parte, Domingo Corujo viajó con su familia con 17 años a Caracas, en 1963, con la intención de mejorar tanto su formación como la de su hermano, y estuvo viviendo veintidós años en Venezuela.
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