Arte y vida de tres generaciones de roseteras
La roseta manufacturada se embarcaba y terminaba en casas de otras partes del mundo
El arte de urdir hilo de algodón sobre un cojín fue un boom en el pueblo de Haría a partir de 1930. “No había radio, ni coches, ni otra cosa que hacer” que no fuera juntarse en un garaje para crear con las manos patrones geométricos que luego configurarían paños y manteles.
Además de una labor textil tradicional la roseta fue, durante la primera mitad del siglo XX, moneda de cambio (no se ha visto ninguna tan bonita), posibilidad de dote para las muchachas casaderas, negocio de exportación (Inglaterra, Alemania), un ingreso extra que permitía a las mujeres darse algún capricho que otro y un sustento fundamental para muchas otras familias.
Para Macarena Arrocha (Arrecife, 1967) la roseta fue el salvoconducto para salir adelante. Su padre tuvo un accidente cuando ella y su hermana eran pequeñas. Con doce años tuvieron que ponerse a trabajar en una casa y en un bar para ayudar a su madre. “Me tenía que subir a la caja de las naranjas para llegar al fregadero”, recuerda. La roseta que elaboraban su madre y su abuela pronto se convirtió en la fuente de ingresos familiar. Ellas hacían todo el trabajo: desde el cojín en el que se clavan los alfileres y se sustenta la labor hasta el presillado final. Era un proceso manual y familiar.
Para Carmen Betancort (Haría, 1935) la roseta empezó como entretenimiento y adaptación a la comunidad. En Ye “todo el mundo hacía calado”, pero cuando se casó y se instaló en Haría vio que su suegra y todas las vecinas hacían roseta. Pronto le pidió a su marido que le encargara a Tomás, el latonero, que le hiciera un pique. Aprendió rápido y además de una forma de socializar vio rápido las posibilidades de negocio. Un día en una feria de artesanía, una comerciante le encargó material y Carmen fue suministrándole mantelerías, paños y decoraciones textiles, con ayuda de muchas mujeres del pueblo.
Para Estefanía González (Arrecife, 1987) que tenía 17 años, Lanzarote era un soberano aburrimiento. Cuando acabó sus estudios y volvió a la Isla tenía 27 y unas ganas locas de empaparse de las tradiciones de su Isla. Fue tocando puertas para que le enseñaran. Empezó a aprender roseta (el urdido, el zurcido, el cierre...) y a constatar que cada maestra rosetera tiene su librillo heredado. “Esto es así porque es así”, decían muchas.
Un día decidió que “había que sacar las rosetas de los cajones” y darle a la técnica tradicional “un uso actual”. Broches, sillones, mesas, zarandas decorativas, atrapasueños... Su cojín es un soporte de madera que puede medir tres metros. Su materia prima, el cabo. “Al que conoce la roseta sabe que es una obra de arte”, pero quien no, piensa que se ha hecho con máquina de coser o que es un producto que no vale lo que cuesta. Ella se encarga de entusiasmar con nuevas aplicaciones de la técnica tradicional y de revalorizar la técnica antigua, que también practica.
“Al salir del colegio, mandaban a los niños a un oficio”, recuerda Carmen. “Hasta que no hagas doce [rosetas], no te levantas de aquí”, era un imperativo fácil de escuchar. Con el dinero conseguido muchas mujeres compraban el ajuar. El hilo entonces era de algodón y se traía de Tenerife. La roseta manufacturada se embarcaba y terminaba en casas de otras partes del mundo.
Llegó el día en que la gente decía que la roseta se arrugaba con facilidad y que quedaba mal al lavar, algo que sucedía si las urgencias de la vida te empujaban a usar la lavadora y a olvidarte de la plancha. También se empezaron a ver otros bordados. Carmen recuerda que se llevó una sorpresa cuando vio una roseta marcada en la tela de una blusa. “Es el ñanduti”, explica Macarena. Un encaje de agujas que se teje sobre bastidor y forma parte de la artesanía paraguaya.
El trabajo de Estefanía y Macarena se expondrá el próximo sábado 27 de octubre a las 10:30 en la Casa del Miedo
Estefanía había oído hablar de las clases que daba Macarena en Argana, pero no la conoció hasta que coincidieron en el Monumento al Campesino y junto al artesano Fernando González urdieron unos parasoles de tres metros de diámetro que darán sombra al proyectado Mercado Insular Artesanal. Los turistas, que han visto la labor en directo, preguntaban y daban ideas: “¿Hacen cabezales de cama?”.
“La roseta está de moda”, dice Macarena, hay gente mayor que sabía hacer la labor que ya no se acuerda y quiere recuperar la práctica. No se sabe si han sido ellas o Custo Dalmau, que ideó una colección inspirada en los volcanes de Lanzarote y quiso incorporar rosetas (las de Macarena) en sus diseños.
La roseta es trascendental: es encuentro familiar y terapia. Cuando Macarena suspende una clase, hay drama en el grupo de whatsapp: “¿Y no puede ser a otra hora? ¿Y si estamos menos tiempo?”. Una alumna suya suele decir que el rato que pasa haciendo roseta con las demás es lo que se ahorra en psicólogos.
De centro, galletón, molino...
Cada patrón tiene un nombre y la creatividad puede dibujar infinitos en la cabeza de las artesanas. Estefanía no hace dos rosetas iguales. Su trabajo y el de Macarena se expondrán el próximo sábado 27 de octubre a las 10:30 en la Casa del Miedo, donde estarán impartiendo un taller de iniciación a la roseta para el que sólo hay que llevar ganas y ningún conocimiento previo.
Comentarios
1 Haces aguas Mar, 16/10/2018 - 13:09
2 clara Mar, 20/11/2018 - 23:32
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