José Pedro Carrión, Premio Nacional de Teatro afincado en Lanzarote
“El teatro actual es un negocio del ocio”
José Pedro Carrión, Premio Nacional de Teatro afincado en Lanzarote
José Pedro Carrión, Premio Nacional de Teatro 1991, lleva cuatro años residiendo en la Isla, donde ‘la voz’ de la escena española ha comprendido el valor de vivir el momento presente, la felicidad de las pequeñas cosas. La simpleza de su existencia esconde, sin embargo, toda la sabiduría de un maestro del teatro, que, como todo el mundo sabe, es la vida misma.
Puede que Renato sea el ser vivo más feliz del norte de la Isla, quizá de todo el hemisferio norte. El can, un mil leches, es el mejor amigo de José Pedro Carrión: “Con este ser, el primer perro que tengo en mi vida, he llegado a tener una buenísima amistad. Le llamamos Renato, ‘renacido’, porque era un precioso cachorro que iban a tirar a la basura”. Es el que más y mejor me enseña que la vida es ahora, la vida es ya, literalmente ‘ya’, la palabra más corta que encuentro porque ‘ahora’ es demasiado larga. Ese permanente ‘ya’ nos devuelve a los humanos la sensación de estar presentes, como animales que somos. A veces nuestra capacidad intelectual nos juega malas pasadas”, reflexiona Carrión desde su retiro lanzaroteño.
Renato, bautizado como el juglar en el que se convierte Don Mendo, el personaje creado por Muñoz Seca, ha obrado el milagro de convertir la inquieta existencia innata de los actores en lo que Carrión denomina “un estado de felicidad” muy cercano al budismo, el “asociado al disfrute de las pequeñas cosas, el alejado de la sociedad que necesita consumir permanentemente”. “Por el contrario, la felicidad, en mi opinión es desposeerte, definir lo esencial de la vida. Si me preguntas qué es la vida yo te voy a decir estar vivo, estar vivo ya, si no, ya es tarde”, señala. Un filósofo diría: “palabra de sabio”. Los amantes del teatro dirán: “palabra de dios”.
José Pedro Carrión es Premio Nacional de Teatro 1991. Desde 1970 ha formado parte de la historia de la escena española, a las órdenes de grandes directores como Miguel Narros, Gerardo Vera, José Carlos Plaza y hasta John Strasberg (hijo del fundador de Actor’s Studio). Es imposible encontrar críticas desfavorables a su trabajo. Su característica voz, ‘la voz’ de la escena española, le ha dado oportunidad de encarnar al mismísimo Cyrano de Bergerac en una producción de Strasberg “despojada de tópicos”, como explicó el director neoyorkino. José Pedro ha participado en 26 obras teatrales, muchas, clásicos shakesperianos, y en obras cumbre de otros autores como Pirandello, Benavente o Brecht. En su trayectoria se cuentan, asimismo, numerosas películas y las series de televisión más aplaudidas, entre ellas Cuéntame, Águila Roja, Isabel o El Comisario.
Desde 2017, José Pedro vive en Lanzarote, junto a su pareja, la también actriz y directora teatral Valery Tellechea, y su amigo Renato. En la Isla parece haber encontrado sentido a su búsqueda, quizá por el contraste que supone el ajetreo de la profesión actoral con su actual vida bucólica, en una casa en medio del campo norteño y con vistas al mar, donde ha dado rienda suelta a su afición por la ebanistería: “Yo siempre he pensado que para salir al escenario hay que estar preparado. Como mi padre era ebanista, estoy estableciendo una relación entre estos dos mundos. Me interesa ver las afinidades y las diferencias entre los oficios. En todos ellos resulta esencial desarrollar la pasión y el sentido común. Todos pueden llegar a ser un arte o quedarse en chapuza”.
“Las diferencias me parecen menos relevantes. Encuentro una maravillosa relación entre el oficio de carpintero y el de actor, en cuanto a la técnica y en cuanto a la idea. He estado haciendo trabajos en madera, por ejemplo, esta mesa, esa caseta, el espacio azocado que hay allí, el macetero que voy a hacer allá, porque en esa práctica de la manualidad uno tiene que tener la misma capacidad de concentración y de simplificación que se necesita para ser actor y la misma caja de herramientas limpia y bien organizada para no estar, como a veces hace un actor, clavando un clavo con un serrucho”, expone.
“Mi profesión ha aceptado ser domesticada por las subvenciones públicas”
Carrión no ha usado precisamente muchos serruchos en el teatro desde que comenzara en la escena independiente de las postrimerías del franquismo, cuando la sociedad “estaba dispuesta a sumarse a la energía del teatro para cambiar la situación”. Ingresó en la Real Escuela de Arte Dramático (RESAD) en 1971, cuando se estaba fraguando la junta democrática por parte de los partidos antifranquistas y el propio ambiente social “favorecía el uso del teatro como arma de expresión social y reivindicativa”, un movimiento esperanzador que, sin embargo, “fue devorado por el capitalismo, convirtiendo el hecho teatral en un negocio del ocio, de donde, por desgracia, no hemos salido”, asegura el actor.
“Lo peor que hicimos en la transición fue asumir el teatro como un producto más del mercado y que mi profesión aceptara ser domesticada por las subvenciones”, explica Carrión, que pone nombres propios a ese fatal movimiento, entre ellos Marsillach, como primer director del Centro Dramático Nacional, o Alfonso Guerra desde el Ministerio de Cultura, “un pájaro que se había formado en el grupo Esperpento de Sevilla y conocía bien la tramoya”, dice Pedro, irónicamente.
La propia creación del CDN, en su opinión, fue un punto de inflexión, “convirtiendo a los profesionales del teatro en un grupo de mendigantes, quejicas, defensores de un formato obsoleto”. La dialéctica entre lo público y lo privado propició “que un montón de gente se beneficiara como intermediaria entre el producto, que es el teatro, y el público, que llega a acudir gratis a las salas. Ahí empezó la domesticación”, subraya el actor, lamentando que un compañero suyo esté siendo “abanderado en el infame modo de esta mamandurria de chiringuito”.
“Entre las subvenciones y la cantidad de parásitos que han surgido alrededor del teatro, hemos tocado fondo. Lo que tiene una situación como esta, de peste, es que revela la realidad de las cosas y así, poco a poco, queda aún más claro que se ha ido perdiendo la afición por el teatro”, señala. “El problema fundamental, por parte de la profesión, ha sido hacernos cómodos y haber facilitado el mangoneo de los políticos en el teatro y, por otro lado, el propio devenir del formato social, con ciudadanos cada vez más abocados a cumplir su función de consumidores. Este mercado salvaje es el que está acabando con la enseñanza de las humanidades y provocando que desaparezcan los ciudadanos con un criterio personal”, apunta.
“Cada vez somos más estúpidos porque cada vez se razona menos, más idiotas porque cada cual se ocupa de su bocadillo de mierda y más imbéciles porque cada vez estamos más controlados y no nos planteamos una pelea, una demanda, una lucha frente a una evidente pérdida de derechos”, añade Carrión. “Con este panorama, ahora más que nunca, un teatro necesario debería provocar una revolución por los deberes cumplidos, léase fraternidad, que jamás se ha hecho, que queda pendiente y que devolvería a este arte milenario, herencia de la humanidad, su carácter de función social, de bien común”.
“Es urgente educar a los niños en la sensibilidad, como dijo Manrique”
La política actual, simbolizada en el Parlamento y los medios de comunicación, tampoco escapa a la visión de José Pedro Carrión, que ve en estos pilares del sistema los “mecanismos de propaganda para que un ciudadano sea cada vez más perjudicado en su educación y sea más fácil manipularlo”, en contraposición con la fuente de pensamiento crítico que es el teatro, “a través del cual uno reflexiona, forma su criterio y se hace potencialmente mejor ciudadano y mejor persona”.
Carrión se hizo actor con 12 años. Nacido en Medina del Campo en 1950, con diez años recaló en Madrid, donde entró en un seminario “porque yo quería estudiar y no había otra posibilidad en mi familia”. En una velada, se pidieron voluntarios para hacer de payaso entre los 600 estudiantes. “Solo yo levanté la mano y a otro lo forzaron. Estuve siete años en el seminario en los que no dejé de hacer payasadas, de hacer reír a la gente, así que tengo formación autodidacta, que es la que recomiendo a cualquiera que quiera ser actor en este momento, que aprenda mirando hacer y haciendo y nunca jamás entrando en una escuela de teatro. Jamás”, sentencia.
“Ahora hay un bonito galimatías de técnicas y libros de actuación, aunque nadie se hará actor leyéndolos. Sin embargo, cuando eres niño, puedes hacer teatro jugando porque el teatro admite un montón de posibilidades y despierta afección. Pepe Sacristán lucha por no perder su capacidad de ser niño y picotea de Stanislavski, pero también de la Niña de los Peines, una artista que decía que la creatividad empieza cuando se acaban las facultades”, explica el actor, que define de forma simple el teatro como “purga de la democracia”.
Laboratorio Layton
Aunque rechaza las escuelas de interpretación, Carrión reverencia, décadas después, su participación en el mítico Laboratorio de William Layton, donde pasó veinticinco años “en sesiones de seis horas un día por semana, los lunes, mi día de descanso, aprendiendo, al tratar de enseñar. Un maestro lo es porque sabe y tiene altísimo interés en seguir aprendiendo, indagando en el misterio. Un profesor de escuela, generalmente, cree saberlo todo, pero en este Laboratorio todos queríamos aprender, incluido el propio Layton, que tenía el arte de enseñar preguntando y no daba recetas”, subraya el actor, aclarando “la diferencia entre una escuela al uso y el Laboratorio de alguien que gustaba mucho de dejar semilla”.
José Pedro recomienda no leer libros de teatro, aunque él lleva ordenando sus reflexiones por escrito desde que se estableció en Lanzarote hace cuatro años: “Todavía estoy en una etapa de limpieza, de descontaminación de vivir en una ciudad como Madrid, de tener una profesión como la mía en la que hay mucho ruido. Intuyo que necesito un año más para alcanzar el estado en el que pretendo desenvolver mi proyecto de vida”.
Los amantes del teatro esperarán como oro en paño las conclusiones de este proceso del maestro, algunas de las cuales adelanta: “Por muy bien que lo hagas lo puedes mejorar y esa es la técnica, por llamarlo de alguna manera, que a mí me interesa: conocer los trucos de los viejos actores. Esto es un camino sin final, está asociado a la vida y, así como en la vida uno no termina de aprender, pobre del actor que dice que ya lo sabe todo”.
La metáfora de la ebanistería sigue presente: “Si pones un tornillo, entre el tornillo y tú tiene que haber una relación amorosa, ternura, delicadeza, es un ejercicio de concentración. En esos términos me gustaría plantear ese libro al que llamo Cierto teatruco entrañable. Es un juego de palabras. Cierto por acertado o por posibilidad, teatruco, que contiene la palabra truco, la vereda más corta; y entrañable porque hay que relacionar el corazón y la cabeza. La vida y la pasión pasan en la barriga. La sensibilidad es una de las palabras que es urgente recuperar para la educación. No lo digo yo, lo dice un grande de Lanzarote como es César Manrique. Él es quien habla de educar en la sensibilidad”.
Tinglado en la plaza
En Lanzarote, José Pedro llegó a entrar en contacto con “un político que me parece honesto” y que le pidió colaboración. “Acepté hacer un proyecto, pero tuve que entrar en talleres y, cuando salí, ese político ya no estaba”. Su proyecto era plasmar su idea de teatro como forma de mejora del individuo y de su entorno, un proceso en el que el protagonista es el público. “El teatro es un hecho social, así que el proyecto proponía recuperar un espacio de encuentro en donde el ciudadano aporta su presencia, pero también su bebida, su comida. Una fiesta”.
“La plaza de Haría está gritando: ¡Organicen un tinglado con teatro!”
“En el teatro al uso hay un edificio que tiene paraíso, o sea, entrada barata, y primera fila, una entrada carísima. Ahí ya hay una desigualdad social. Ese edificio debería estar abierto como las urgencias, porque el teatro es urgente para una sociedad que se está autoaniquilando. En Haría, por ejemplo, ¿hay algo más abierto que la plaza pública, con su ayuntamiento, su iglesia y su teatro, que tiene sala de cine y restaurante? Todo eso está ahí. Y cuando sales de La Tegala te encuentras un tingladillo; y los sábados un encuentro de gente comprando víveres, útiles y artesanía. La plaza está gritando: ‘¡Organicen un tinglado una vez al mes, una vez al año, una vez cada semana, un encuentro en el que comer, beber, bailar, asistir a una representación de teatro hecho por niños!’. Es decir, una locura”, destaca.
“Por otra parte, no dudo ni un segundo de que los niños de ahora serán las mujeres y los hombres que transformarán un día esta descomposición sistémica en un nuevo y luminoso renacimiento. Lo que desde luego no me motiva es elegir una obra de teatro de un autor muerto y acudir al Cabildo para que me dé 20.000 euros para una sola representación un vienes por la noche. Yo hablo de un teatro entrañable, de implicación. Y no lo digo desde una torre de marfil. No estoy en posesión de la verdad. A la vista está que los cuatro años que llevo en la Isla no me han servido para aprender a estar en el presente, que sería lo que tendría que haber aprendido urgentemente, nada más nacer”, recalca. “Soy un pringado, soy un ignorante, soy un egoísta y soy un montón de cosas confusas y un buen baúl de contradicciones como fuente de inspiración”. Palabra de dios.
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