La peste del insomnio, y del olvido
Hace unos años, más de cinco, seguro, buscaba un par de títulos en la librería Nacional situada al norte de Barranquilla, cómoda, bien organizada y atendida, pero sin ese trasiego de gente ni la fragancia erudita que desprendía aquel local que tenía esta misma librería en tiempos de mi niñez en el centro de la ciudad. Imaginariamente lo asemejo al espacio de tertulias y venta de libros que un sabio catalán abrió en Macondo en pleno fulgor productivo de la compañía bananera gringa, cuya instalación en el pueblo identitario de Gabriel García Márquez dejó extensísimas plantaciones del fruto, riqueza, una masacre de tres mil personas y desolación.
Aparte de un texto sobre marketing que me interesaba, encontré para regalarle a mi hijo Mateo, hoy con 16 años de edad, un ejemplar de esa maravilla titulada Cien Años de Soledad. Se trata de una edición publicada por primera vez en el año 97 por el grupo editorial Norma que me llamó especialmente la atención porque la acompaña un ensayo que sobre la obra mítica de Gabo firma otro magnífico escritor latinoamericano, Carlos Fuentes.
La Segunda Lectura titula el ensayo el autor mexicano, que en su opinión viene a ser la verdadera lectura. Pues bien, aproveché ratos del confinamiento para hacer mi segunda lectura del libro. La primera se remonta al primer año de educación secundaria con esos análisis literarios encorsetados maldecidos en algún momento por todos que te apartaban del disfrute de la obra. Tocó con Cien Años de Soledad, pero por el aro también pasaron El llano en llamas (Juan Rulfo), Rayuela (Julio Cortázar) o El túnel (Ernesto Sábato), entre otros libros.
Macondo en sus primeros años del poco más de un siglo de existencia, tras ser fundada en un lugar recóndito del Caribe colombiano por una veintena de familias engatusadas por la pareja Buendía–Iguarán, tuvo su particular epidemia. No fue mortal como el actual covid -virus- o la covid -enfermedad-, pero sí dejaba en los contagiados una secuela terrible.
Lo peor de la peste del insomnio no era la falta de sueño porque los lugareños sin muestras de cansancio se acostumbraron a no dormir ni de día ni de noche, lo peor fue el olvido. No se acordaban ni de cómo se llamaban ni para qué servían los utensilios del hogar. Marcaban absolutamente todo, hasta los animales y las plantas. Todo tenía que identificarse para saber su función. Ridículo para los visitantes, pero eficaz para los enfermos.
Macondo, a pesar de estar más plagado de temerarios, soñadores y elucubradores que de gente con sentido común, tomó sus medidas: reunieron a los cabezas de familia para explicarles lo que se sabía de la enfermedad, se recomendó a los forasteros no visitar el pueblo y a los que lo hacían se les prohibió comer y beber durante su paso porque la peste se transmitía por la boca. El pueblo cumplió el confinamiento. Tan eficaz fue la cuarentena, que llegó el día en que la situación de emergencia se tuvo por cosa natural, y se organizó la vida de tal modo que el trabajo recobró su ritmo y nadie volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir”. ¡Brillante Gabo!
La respuesta de Macondo fue más rápida que la de países del llamado ‘primer mundo’, ahora desenmascarados y en bragas por el nuevo coronavirus que continúa destapando profundas desigualdades, hambre, pobreza y nula o precaria atención sanitaria. Evidentemente la peste del insomnio fue un azote imaginario “incubado” y narrado magistralmente por García Márquez que afectó temporalmente la memoria de los vecinos y vecinas de Macondo hasta la llegada del gitano Melquíades, que apareció con su bebida mágica para que el pueblo recuperara sus recuerdos. Por supuesto, nada comparable con la actual emergencia por la pandemia global del covid-19, aún sin vacuna, que suma miles y miles de personas enfermas, muertas y excluidas, aparte de las imaginables consecuencias económicas que ni el horror ni la incertidumbre permiten calcular en toda su dimensión, de momento.
El neoliberalismo con el papel residual que pretende dejarle al Estado está herido de muerte; sin embargo, es más que probable que después del covid-19 nos caiga otra pandemia, la del olvido, y que volvamos a hacerle la ola. Entre tanto, buena parte de la sociedad, partidos políticos y potentísimos medios de comunicación incluidos, siguen rindiendo pleitesía a monarquías ostentosas y corruptas y a cortes y aparatos burocráticos costosos e inoperantes.
Mientras se abre la jungla de hormigón, espero el estreno anunciado para este 2020 de la serie Cien Años de Soledad en Netflix, la espero tan ansioso como cuando mi madre semanalmente me llevaba a casa la serie de cómic impresa que narraba las aventuras del superhéroe Kalimán. Tuvo que morirse el Nobel para poder ver Cien Años de Soledad en pantalla, indudablemente, con el visto bueno de su familia.
Gabo prefirió siempre una comunicación directa con los lectores a través de la literatura: “he visto muchas películas buenas hechas sobre malas novelas, pero nunca he visto una buena película hecha sobre una buena novela”, aunque hizo algunas concesiones, una de ellas, al poeta y cineasta argentino Fernando Birri, que dirigió el film ‘Un señor muy viejo con unas alas enormes’ inspirado en un cuento publicado de García Márquez con idéntico nombre. A Birri, como a Carlos Fuentes y al mismísimo Gabo, tuve la feliz oportunidad de conocerlos y de escuchar sus experiencias creadoras en ediciones del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias, por allá en los noventa, años de esplendor de este encuentro con el séptimo arte auspiciado entonces por García Márquez. Cien Años de Soledad tiene mucho más de realidad de la que aparenta.
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