Gentrificación
Cuando leí en este periódico un artículo en el que se advertía del riesgo de gentrificación de Arrecife, me vinieron a la cabeza inmediatamente las advertencias de Jonathan Haidt y otros psicólogos sociales sobre la polarización de los debates públicos.
El mecanismo es sencillo de entender: En un mundo de cada vez más frenético intercambio -y comercialización- de información, difícilmente los planteamientos matizados o ambiguos lograrán competir con éxito frente a afirmaciones sencillas y de fuerte carga emotiva. Sobre todo, si esta carga es negativa y apuntala nuestros sesgos ideológicos
Le daba vueltas a esto porque intentaba comprender cómo la conversación pública había pasado, sin solución de continuidad, de lamentar el “abandono” de Arrecife, a temer un “posible exceso de presión” sobre la capital, que no olvidemos que es a lo que se refiere el concepto de gentrificación. Término de connotación negativa con el que se hace referencia a las consecuencias no deseadas del éxito económico en un determinado lugar: dificultades para las clases medias y bajas por el aumento de precios; pérdida de autenticidad, etc.
Pero si algo me llamó la atención de este recién estrenado miedo a la gentrificación es el hecho de que esta gentrificación es lo que se supone que, en el fondo, llevamos décadas anhelando. Desde que tengo uso de razón, nuestra utopía, nuestro mejor reto como sociedad -repetido una y otra vez en decenas de manifiestos- era atraer turistas de rentas cada vez más altas, dispuestos a pagar servicios a precios más elevados, que a su vez permitieran incrementar los sueldos de las clases trabajadoras que los atendiesen, que así mismo habilitaran a estas para poder adquirir viviendas cada vez más confortables y de un precio más elevado…
¿No es acaso este un círculo virtuoso… de gentrificación?
Se puede objetar que de lo que se advierte en el artículo es, específicamente, de la posible presión en los precios que el uso turístico de las viviendas pudiera ejercer en la capital, que es donde vive gran parte de la población trabajadora de la isla -y, con seguridad, la de menos poder adquisitivo-. Y que nuestro sueño de convertirnos en una isla sin turistas pobres -aquellos carteros a los que hacía mención Enrique Parrilla, q.e.p.d.- sería posible, sin que nuestros propios pobres fueran aplastados por el incremento de precios, si resguardamos bolsas de viviendas de la presión de uso turístico.
Pero ¿y qué pasaría con los pobres de fuera? ¿Acaso el incremento de los salarios en nuestro ascenso a la exclusividad no atraería a trabajadores de otras zonas del mundo, muchos de los cuales tendrían capacidades superiores a los locales? ¿Acaso estos no competirían con los nativos, tanto por los trabajos, como por las viviendas, estuvieran estas donde estuvieran? En la medida que nuestros anhelos de un turismo de mayor calidad se fueran cumpliendo, esta presión gentrificadora se iría agudizando. Siendo imposible disociar un proceso del otro. Y siendo lo más paradójico de todo el hecho de que, quienes más anhelan lo primero, más piel fina demuestran ante lo segundo. Hasta el punto de que comienzan a denunciarlo preventivamente…. ¡en Arrecife!
Para muchos, este dilema siempre tuvo una sencilla solución: se hacía necesario limitar drásticamente la llegada de pobres de fuera. Pero, para el resto, parece que lo único intelectualmente decente es asumir la complejidad. Y la evidencia de que nuestros sueños de hacernos ricos prácticamente sin esfuerzo, y sin tensiones sociales, eran simplificaciones bastante infantiles. Y que esto de lo público está lleno de matices y situaciones paradójicas, como aquellas en las que no conseguimos separar lo cruel, de lo justo.
Comentarios
1 Laberinto Vie, 03/06/2022 - 13:44
2 Anónimo Vie, 03/06/2022 - 23:28
3 Bobadas Dom, 05/06/2022 - 14:25
4 Luis Arencibia Dom, 05/06/2022 - 15:28
5 Ciudadana Lun, 06/06/2022 - 10:57
6 Lo que hay que leer Mar, 07/06/2022 - 14:34
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