“Lo que no entiendo es por qué no nos entregan ya las casas”
Vecinos y vecinas de Valterra, que llegaron a esas viviendas hace más de medio siglo, recuerdan el pasado y señalan su extrañeza por el retraso en la entrega
Más de cincuenta años desde que llegaron a las casas, más de veinte desde que empezó el pleito que acabó reconociendo lo que ya sabían, que las casas eran suyas y no de las conserveras y más de un año y medio desde que se aprobó la ley que permitió al Instituto Social de la Marina ceder al Cabildo las setenta casas que quedan por entregar para que este las cediera a su vez a los vecinos. Son solo cifras.
Pero también hay personas. En una de esas casas se han reunido María Dolores Martín Cedrés, María Martín Armas, a la que le dicen Dulce, y Fernando Pérez Padrón. Hay algún vecino más, pero hablan ellos tres, los más veteranos. Empieza María Dolores: “No me acuerdo de cuándo llegué, pero tengo 72 años y una hija de 52 y nació aquí, en la calle Clavijo y Fajardo”. Ella, como la mayoría, trabajó en Garavilla, en tres etapas distintas: primero soltera y después casada. La primera vez que entró a trabajar tenía 13 años.
-“¿Cuando dejó el colegio?
-“Qué colegio?” -responde-“Me quitaron del colegio con nueve años”.
Primero tuvo que cuidar a su hermana pequeña y después a otra hermana aún más pequeña. Con la segunda ya dejó de ir definitivamente. En las conserveras también trabajaron su madre y su padre. Ella empezó cortando sardinas a tijera, luego empezó a empacar, después a meter las sardinas en la lata, luego en la máquina... Hizo de todo.
A la madre de María le llamaban Lola la Capataza. Iba por los pueblos ‘reclutando’ mujeres para trabajar en las conserveras. Aunque tuvo un éxito indudable, no era una tarea sencilla en aquel momento. “Era una afrenta que la mujer trabajara”, recuerda su hija. Ella estaba sola con cuatro hijas y tenía que salir adelante. Dice otra vecina que la antigua fábrica de Garavilla, donde hoy está el centro comercial, “tenía que ser un homenaje solo a las mujeres” y aprovecha otra para decir que pusieron ahí una estatua “bien fea”, que pretende ser una escultura de homenaje a las mujeres que trabajaron en las conserveras.
María Martín, a la que le llaman Dulce, habla poco, pero con fundamento. Recuerda que llegó a esas casas cuando tenía diez años, con su madre, Meritoria, que era madre soltera, y que acabó trabajando toda su vida en Garavilla: “La mitad de Garavilla tenía que pasar a mi madre”, dice riendo.
“Ya está bien, las casas están más que ‘pagas’ y es una vergüenza que esto siga así”
Fernando Pérez empieza por explicar los orígenes del barrio y de las fábricas de pescado, que van de la mano. Dice que primero llegó Afersa, de Aquilino Fernández, que después vendió a los vascos de Garavilla. Él llegó al barrio con seis años, en 1958, y su padre estuvo trabajando 52 años en la Rocar, con el abuelo del actual propietario, Gonzalo Lamberti. “Le pusieron Rocar por el nombre del matrimonio, que eran Rodolfo y Carmen”, explica. “Mi padre no conoció otro trabajo, digo yo que si una persona está 50 años trabajando en la misma empresa es que vale para el puesto de trabajo”. Él no trabajó en las conserveras, pero sí lo hicieron sus dos hermanos, sus padres y la abuela de su hija.
Los tres pertenecen ya a la segunda generación. Fueron sus padres los que llegaron a la barriada de lo que se llamó en aquel momento Marqués de Valterra, el primer barrio de Arrecife. Eran marineros que habían llegado de los pueblos o también de Barbate y de Tarifa. Se lanzan a hablar de cómo era el barrio, de la gente que había, de la vida... Unos recuerdan el espacio físico desaparecido: el viejo muellito, hoy encerrado entre el tráfico, el espacio yerno donde está hoy la Vía Medular, las salinas o la playa de El Calinero. “Bastante que fui yo con mi abuela”, dice María Dolores. “Se comieron la bahía”, contesta Fernando. Al fin y al cabo, la historia de Valterra es la historia del crecimiento reciente de Arrecife a través del sector pesquero.
De izquierda a derecha, Fernando Pérez, María Dolores Martín y Dulce Martín.
El barrio
“Los de tierra aquí éramos como una familia porque a veces los marineros estaban en la zafra seis, siete, nueve meses... y había que estar emprestando”, dice Fernando. “Una trampa es lo que era, una trampa”, responde Dulce. Pero la conversación sigue: que si las chicas del barrio se casaban con los chicos del barrio, que si el barrio se ha conservado como una familia, la solidaridad entre los vecinos, que si las fiestas del Carmen, que “aquello sí que eran fiestas porque se encalaban todas las casas y no lo de ahora”. Y la gente: el conserje de Afersa, el de Garavilla, los padres de algunos políticos, algunos ya mayores y otros en activo, que también vivían en el barrio, “las familias que han mejorado y se han ido”, que si este vivía aquí y el otro vivía allá...
Y del barrio a las casas. “A las familias que tenían más hijos les daban las de tres habitaciones, a los demás las de dos”, dice Fernando, que en su familia eran nueve: “La primera vez que dormí en una cama fue aquí en estas casas, y tenía ya una edad porque antes dormía en la mesa donde comíamos porque éramos nueve hermanos y algún primo que venía del campo”.
Otra vecina dice que las casas se entregaron sin apenas nada, con el piso de cemento pulido con callaos, con las paredes hechas con arena, con burgaos y agua de mar, “que si rascas salen placas de sal”. Y asegura: “Aquí todo el mundo ha arreglado las casas y ahora están poniendo pegas para entregarlas”. Y otro vecino dice que hay gente que, primero con lo del ARU y ahora con esto, tiene miedo a meter más dinero y a mantenerla por si no le entregan la casa. “Da pena ver el barrio que se venga abajo, la gente está asustada y dice que no arregla no vaya a ser que le vayan a echar”, dice Fernando. “A mí no me echa nadie de aquí, de ninguna manera”, señala María Dolores.
“Aquí todo el mundo ha arreglado las casas y ahora están poniendo pegas para entregarlas”
Se crea un debate sobre si van a poner el ascensor, si se puede o no se puede poner ascensor, si se quería hacer un proyecto con dos torres grandes antes del centro comercial... En lo que todos coinciden es en que las casas hay que mantenerlas cada cierto tiempo por cómo están hechas. Una dice que hace más de 30 años metió dos millones y medio de pesetas para dejarla nueva.
María Dolores dice que no recuerda cuánto pagaban de letra, pero que los últimos años eran sobre 150 pesetas al mes. Primero lo descontaban de la nómina, luego lo ingresaban ellos en el banco y al final hacían giros porque las empresas, “de último ya no querían cobrar”. Estuvieron pagando durante la vida, desde los años cincuenta hasta que cerró Garavilla, en el año 2002.
-¿Y qué le diría al Cabildo que es el que tiene que entregar las casas?
-“Que ya está bien, que las casas ya están más que pagas y que es una vergüenza que esto siga así. Yo no me voy, llevo 50 años aquí, toda la vida, lo que me faltaba, que me van a echar... Lo que no entiendo es por qué no nos dan las casas, eso es lo que no entiendo”. Y otra vecina añade: “Pero cómo no van a saber de quién son las casas si están ahí los empadronamientos históricos”.
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