Un apunte relacionado con la cabaña camellar lanzaroteña
Es sabido que el camello llega a Canarias desde África en el siglo XV, y lo hace vinculado a la presencia de los conquistadores. También tenemos la incontestable certeza de que cuando los más viejos mueren la memoria se diluye, se reinterpreta o desaparece. Ya van quedando pocas personas vivas que recuerden historias vinculadas al camello cuando este era una ayuda extraordinaria para el desarrollo de las actividades agrícolas y como animal de carga. Quienes velan por la cabaña existente son los actuales protagonistas, pero desconocemos si cuentan con toda la información sobre algunos acontecimientos relacionados con el origen de la cabaña actual, información que se sustenta en la memoria de los más viejos y que, o protagonizaron o fueron testigos directos de aquellos trozos de historia. No es fácil que nadie recuerde dónde o cómo se adquirieron los ejemplares que compró su familia setenta años atrás, pero si el vendedor lo hacía como una actividad empresarial, sus herederos pueden conocer los detalles de esas transacciones. Ese es el caso que me ocupa, el del testigo directo, la testigo, para ser más exacto.
En los medios de comunicación, en el marco de la declaración como bien de interés cultural, BIC, de carácter inmaterial de la cabaña camellar de Lanzarote, se hacen eco de las afirmaciones de nuestros representantes políticos de que “el camello de Canarias es una raza autóctona, lo que significa que es único en el mundo”, que, dicho así, resulta una afirmación de cierta trascendencia, más, cuando conocemos que las grandes manadas de camellos asilvestrados de Australia, al menos en parte, tienen su origen en ejemplares llevados desde Canarias. La segunda cuestión es que el camello en Lanzarote ha podido desarrollar unas cualidades singulares en la isla debido al proceso de adaptación a las condiciones que soporta y eso le otorgaría unas características sensiblemente diferentes a su lugar de origen, siendo por ello por lo que algunos afirman que tenemos una raza autóctona, no siéndolo a priori por tratarse de una especie introducida. La pregunta que se puede plantear a continuación podría formularse interrogándonos sobre si durante esos quinientos años de presencia nunca se mezclaron con otros animales provenientes del exterior, e incluso si los ejemplares actuales conservan o no genes de los primeros camellos que llegaron a la isla porque fueran renovados cada cierto tiempo. De ser así, no restamos importancia al valor de la especie para la vida del conejero y para la cultura generada por su presencia, pero sí queda en cuestión que estemos ante una raza autóctona, como algunos la denominan, o con características diferentes a los ejemplares de otras latitudes.
Las familias, aunque no dispusieran de importantes recursos, contaban con un ejemplar para las tareas que hoy realizan los vehículos a motor, e ignoro si alguien disfrutaba de un rebaño de camellos como para propiciar el cruce de los animales que garantizaran el mantenimiento de ejemplares a lo largo del tiempo. Determinadas actividades comunales juntaban ocasionalmente varios ejemplares, lo cual desconozco si propiciaba el cruce de los mismos. En algunos pueblos, una finca alejada de la mirada de los vecinos, como fue Vista de Tomaren, podía servir para culminar el acuerdo de dos propietarios que decidían el apareamiento de sus animales, pero podría no haber sido lo habitual.
Puede que hayan transcurrido casi ochenta años desde que un lanzaroteño trajera la que fue su última partida de camellos desde África. Desde Sidi Ifni o desde Cabo Juby eran transportados hasta la isla y eran adquiridos por los agricultores. Algunos de esos viajes se valoraban como una maldición porque se daba que, estando listos para embarcar, un vendaval impedía zarpar a ninguna embarcación y así durante varias fechas consecutivas. En esos mismos años, dos viajeros provenientes del continente africano, ataviados con sus exóticos atuendos, arribaban a la isla y eran hospedados por nuestro protagonista lanzaroteño para cerrar los acuerdos comerciales que tenían como objeto la compraventa de estos animales. Los visitantes agradecían el gofio con aceite y azúcar que la hija de nuestro protagonista les ofrecía, al tiempo que observaba la preparación del té que portaban. Contar esta historia permite dar algo de luz a la afirmación de que el camello de Lanzarote pueda ser una raza autóctona porque en su proceso de adaptación no se hubiera producido la introducción de nuevos ejemplares. Es fácil suponer que la renovación de la mayor parte de la cabaña se realizaba mayoritariamente por este medio, debido a las dificultades de cruzar animales cuando sólo se disponía de uno para la casa. De estos viajes a África se documentan varios a lo largo del tiempo. Podríamos estar ante procesos que daban respuesta a la falta de ejemplares por medio de su renovación de forma cíclica. No tendríamos que dudar de que si se traían durante el siglo XX, también se hubiera realizado con anterioridad las veces que hubiera sido necesario para evitar la extinción de la especie, cuya expectativa de vida se sitúa entre los veinte y los treinta y cinco años.
El reconocimiento de las actividades vinculadas con el camello como bien de interés cultural será o no una medida proporcionada que inicia el Cabildo de Lanzarote, pero es indudable el que, con independencia de que nuestra cabaña descienda o no de los primeros camellos, resulta importante contar con información veraz sobre los acontecimientos que concurren para contar una historia cierta y completa de unos animales que jugaron un papel preponderante en la vida insular. Hoy, aquella estampa queda eclipsada por una hilera de camellos cargados de turistas, por lo que interpreto que el BIC será para la memoria vinculada a aquella cultura hoy desaparecida y que eventuales incentivos fiscales derivados de la medida de protección que pudieran reclamarse por su tenencia podrían no tener sentido.
Comentarios
1 Anónimo Mié, 19/06/2024 - 16:36
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