Leonardo de León Luzardo

Una segunda vida para la casuarina

Si habláramos de árboles que ya no están, hay dos tipos de pérdidas asociadas a ese hecho, una puede asemejarse a la desaparición de unas araucarias por la mala gestión de los responsables, como sucedió en Arrecife, o, por ejemplo, la tala de cientos de palmeras que se han dejado morir por abandono, como es el caso de San Bartolomé, Tías, Tinajo, Yaiza, Teguise, Haría o Arrecife. Ante estas atrocidades, que aún continúan,  no he  visto que nadie haya apelado a poesía alguna en su defensa, ni tan siquiera a quienes se supone tal obligación, ya sea en los ayuntamientos respectivos o desde las instancias sensibles del Cabildo.

La otra pérdida es la que se anuncia, la de que un árbol será objeto de tala para poder realizar una intervención urbanística. Aquí sí he visto apasionadas defensas en forma de poesía aprehendida -ajena, por tanto-, en forma de  sentencias, o con otras fórmulas de la lengua, incluso la fábula, en su acepción jurídica de ficción artificiosa.

Ya conocemos el valor de las palabras. Puede ser cero. Ahí tienen como modelo a nuestra representación política de todos los colores. La lengua ha perdido el valor de la comunicación veraz para convertirse en herramienta de manipulación y de impostura: "que no digan que no la defendí" (la casuarina). Por no servir, ya ni sirve la palabra dada, la del compromiso y el apretón de manos.

Hoy he leído dos intervenciones cargadas de lo que debe entenderse como  la verdad de sus autores -su verdad- con palabras propias o con palabras prestadas, lo cual, no queriendo decir nada,  significa mucho para el asunto que me traigo entre manos. Y no hablo de la verdad  sino del impacto de las palabras, de los discursos convenientes, que no sentidos: "que no digan que no la defendí". 

Existía por ahí una suerte de concurso que consistía en poner sobre la mesa un tema para un debate. Por sorteo, tocaba hablar a favor o en contra de la propuesta presentada, incluso, una misma persona podría hacerlo una vez a favor y otra todo lo contrario. Y había que hacerlo con convicción.

Pongamos que a mí que ha tocado hacerlo contra la conservación de la casuarina -pino marino australiano que se usa como cortavientos en los campos de cultivo y que está jodiendo la plaza de la iglesia-, y tengo un par de minutos para calentar la sierra. Ahí va:

"Esto es como muchas cosas: que nos gustan o no nos gustan, que nos parecen buenas o malas, que tienen o no valores, que son de utilidad estética o práctica o ninguna de las dos. O como las obras de arte, que quemaríamos  algunas y por otras moriríamos; como los partidos políticos, que nos representan frente a otros  que condenaríamos al ostracismo. Con la casuarina es lo mismo. Mentarle a un agricultor que debe mantener las aulagas de una finca es eso mismo, pero no las conservaría ni muerto. O pedirme a mí que conserve las nicotianas glaucas que proliferan en las cunetas de los caminos -bobos les llaman-. Otros, defenderían todo lo contrario, y les iría la vida en ello o simularían que les va, yo las quemaría todas. No lloro las raquíticas palmeras de Elche que bordeaban el parque viejo y el nuevo. Tras decenas de años estaban igual de birriosas que el día que las plantaron, y a las imágenes gráficas me remito. Bien taladas estuvieron. No son como las nuestras, las palmeras canarias, esas que yo amo contra el criterio de Pepe Juan, de Oswaldo, de Ástrid, de Yonathan o de Isidro y que dejaron, y dejan, morir sin que se les descoloque el sillón.

Hay árboles sublimes, aunque sean demonizados, como las hileras de eucaliptos de  Guatiza, o acogedores y envolventes como los laureles de Haría, estos sí pueden ser árboles de la niñez de muchos, no este árbol ralo. Sólo conocí dos casuarinas medio decentes, una en las inmediaciones del Club Náutico y la otra frente a la casa de doña Pepa Armas. El resto, ni para leña. Son feas con alevosía,  y desmadejadas, y bajo su copa no planten nada porque nada prospera. Ni reciben ni acogen ni envuelven, y en sus tristes ramas no anida pájaro alguno. La sombra no la conoce porque la luz la atraviesa íntegra. Es el árbol de la pobreza y de los suelos infértiles y todo alrededor es gris y pesado. Ni hace parque ni jardín, y lo hace tan poco, que ni para  cementerio sirve, bueno, sí, para acoger garzas venenosas en la parcela que fue camposanto. Esta casuarina que nos ocupa no es ni remotamente como el hermoso y único árbol de Alegranza, aquel tarajal que sí desliza sus finas raíces por las paredes y las hunde en el aljibe junto al faro, y al que alguno apela para recrear lo que no fue aquí, sino allá. No son recuerdos intercambiables aquellos por unos falsos recuerdos de una casuarina a la que nadie trepó, nadie amó ni abrazó, ni tuvo en la más mínima consideración. El embuste, por tanto, no puede ser la defensa de quien nada tiene que decir en favor del árbol. Igual aspira a que el lío mental nos confunda a todos.

Ante la teatralidad de falsos medioambientalistas a rente, que no quieren preguntarse qué árbol fue la silla en la que se sientan o la cama en la que duermen, recordaría que ni un solo francés ha llorado los mil robles talados, porque vuelven con una segunda vida  para cubrir Notre Dame. Demos, pues, una segunda vida a la casuarina en forma de escultura. También los franceses nos enseñan sobre la continuidad de las tradiciones y ese buen hacer tan bien defendido desde un atril bajo “el bosque” parisino, ese que antes fueron robles en el campo, y hoy son entramado celestial en el templo junto al Sena. Tálese, pues,  en la luna menguante de enero o febrero porque ello garantizará la madera en condiciones óptimas para la aspiración de algo de eternidad que, en las manos de un artista instruido en los oficios, esos que seguimos despreciando en aras de la tecnología, lo conviertan  en bien de la comunidad, testimonio de cualquier evento fraternal o como elogio de la belleza de una creación artística, pongo por caso.

Hay, además, un bien mayor que es el de plantar otros dos laureles por una casuarina talada. La plaza ganará y la  ciudadanía también porque nos acogerán bajo su copa. Es sombra y es verdor. Y sí, estoy en disposición de afirmar que ni se ha propuesto ni se han plantado dos árboles por cada palmera que ya no hunde sus raíces en esta tierra, ni puede elevar sus copas como fuegos de artificio que estallan en lo alto. Lo cierto es que tampoco están las palabras no vertidas llorando tantas ausencias.

Y no lamento que, de prosperar la tala, un guincho, sea este pájaro, ente o espíritu, no vuelva a revolotear al Puerto. Ni se imagina de la que se libra con tanto concierto que propicia la municipalidad. Mejor se queda posado en La Graciosa".

 

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