Darwinismo político
La capacidad de anticipación es fundamental cuando nos enfrentamos a un mundo cambiante no exento de amenazas. Lo cierto es que no deja de sorprenderme la estupefacción con la que algunos han encajado un golpe de realidad que no ha dejado de anunciarse antes de ser asestado. El propio barómetro del CIS viene señalando de forma reiterada a la corrupción, el fraude y a los políticos como algunas de las principales preocupaciones de la ciudadanía, compartiendo protagonismo con aquellas propias de una dura crisis económica como la que atravesamos. Desgraciadamente, muchos han observado esta realidad con una intolerable arrogancia, alimentada por la sensación de encontrarse en una atalaya inexpugnable, sin darse cuenta de que a lo largo de la historia torres más altas y fuertes han caído.
En octubre de 2013, en una comparecencia celebrada en el Parlamento de Canarias a raíz de la Ley de Transparencia que en aquel momento se estaba elaborando, decía que los puentes entre representantes públicos y ciudadanía se habían deteriorado de una forma alarmante y que una de las principales labores de nuestro tiempo era fortalecerlos, haciendo uso de todas la herramientas que están a nuestra disposición. También hablaba sobre la necesidad de dirigirnos a la ciudadanía con humildad, de decirle que no sólo son el objeto del cambio necesario sino un parte indispensable del mismo, que sin ellos no somos nadie y que las instituciones de las que se ha dotado esta democracia carecen de sentido sin su participación.
En lugar de eso, algunos se han empeñado en hacer más patente su opacidad y han tratado de acallar los clamores populares señalando a supuestas mayorías silenciosas cuya atronadora mudez ensordecía cualquier grito indignado. No se dieron cuenta, por su terquedad y cegadora mayoría absoluta, que la salida de la situación en la que nos encontramos sólo es posible si se moviliza en la dirección correcta una energía de la que no es poseedor ningún gobierno, sino el conjunto de la sociedad, y que la frustración, generada por una relación continuamente deshonesta, sólo alimenta el deseo de oposición.
En aquella intervención que he mencionado, también mostraba mi optimismo acerca de los cambios que debían llegar, ya sea de una forma tranquila o más revolucionaria. Entendía que con los partidos políticos también se produce un proceso de selección darwiniana o natural en la que aquellos que no se adaptan a los nuevos entornos terminan desapareciendo. Todo ello lo dije antes de que un partido como Podemos lo pusiera de manifiesto.
Si algún mérito ha tenido Podemos ha sido el de determinar con claridad cuáles eran las claves para movilizar a una gran parte de la sociedad, siguiendo una estrategia electoralmente ganadora. Lo irónico es que se ha alimentado fundamentalmente del caldo de cultivo generado por quienes hoy son sus críticos más vehementes.
Pero una estrategia electoralmente ganadora no garantiza un programa socialmente ganador. De hecho, la estrategia de Podemos tiene elementos en común con la que llevó al PP a la mayoría absoluta. Ambas han simplificado la realidad señalando a un solo elemento, ya sea Zapatero o la “casta extractora”, como la fuente de todos los males y han propuesto como principal solución salvadora la eliminación de ese elemento, obviando los costes o la viabilidad de sus programas, que pasan a segundo plano, y eliminando cualquier carga de responsabilidad compartida por el conjunto de la sociedad. Lo malo es el pasado y la palabra clave es "cambio".
Para muchos cualquier dialéctica sobre el modelo de sociedad carece de sentido. La única dialéctica razonable es la producida entre los corruptos y los honestos, lo viejo y lo nuevo, los suyos y los míos. Todo debate complejo queda anulado en un escenario en el que lo único relevante pasa a ser llevar la etiqueta correcta y colocarle la inhabilitante al adversario. La política, así, queda reducida a una mera actividad mercadológica en la que lo esencial es proteger la marca sin necesidad de explicar las propiedades del producto ofrecido.
Cierto es que el problema de la corrupción es extremadamente grave. En muchos casos, lejos de encontrarnos ante personas que han actuado fraudulentamente de forma aislada, se han destapado redes organizadas para delinquir a costa del erario público. Para combatirlas se requieren medidas contundentes y un ambiente de tolerancia cero a la corrupción que desgraciadamente no siempre ha existido en el seno de nuestra sociedad. No basta un “lo siento”. No se pueden eludir las responsabilidades aduciendo que el barco no se abandona cuando se está hundiendo, porque muchos se parecerán poco al consecuente capitán que permanece en la nave y mucho a la orquesta del Titanic que tocaba la misma música ante el inminente y fatal desenlace.
Los partidos políticos tienen que explicitar y poner en práctica códigos éticos y de conducta para eliminar los espacios donde se desarrolla la corrupción. La inacción ante los males que nos acechan nos convertiría en cómplices de situaciones que la inmensa mayoría rechazamos. Como decía Luther King, el silencio de los buenos puede ser más preocupante que el grito de los violentos, los corruptos y los deshonestos.
Los corruptos no sólo han saqueado las arcas públicas, también nos han robado, en buena parte, la posibilidad de desarrollar un debate sereno y reflexivo sobre la situación en la que nos encontramos, el tipo de sociedad que deseamos y qué hay que hacer para conseguirlo. Y ese debate es imprescindible si verdaderamente queremos conducir nuestra sociedad por la senda de la prosperidad y la sostenibilidad económica, medioambiental y social.
Creer que podemos superar la situación actual es esencial. Pero esta creencia debe basarse en la confianza de que nuestras capacidades están a la altura de los retos que tenemos que abordar y no en la simplificación de una realidad que el tiempo se empeñará en demostrar que es tozuda. De lo contrario, el precio del optimismo sólo será una frustración futura mayor.
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