LA OTRA CARA DE LA OKUPACIÓN

Sin ingresos y con tres hijos, las opciones son okupar o el hambre

Marcelo Perera y su familia viven gracias a la ayuda de La caja de la pequeña Silvia, una organización del sur de Fuerteventura que apoya a familias necesitadas

Marcelo se ha visto abocado a okupar por quedarse sin empleo. Fotos: Carlos de Saá.
Eloy Vera 0 COMENTARIOS 13/02/2021 - 09:09

“Un día me vi presionado por el casero por no poderle pagar. Le entendía porque era su casa, su propiedad y teníamos un contrato, pero tuve que elegir entre darles de comer a mis hijos o pagar el alquiler, el agua y la luz”. Y Marcelo eligió comer, aunque la elección le llevó a entrar en una vivienda y convertirse en okupa, esa especie de monstruo que ha creado la derecha y que alimenta los medios de comunicación y redes sociales.

Detrás de Marcelo está la historia de un hombre separado con tres hijos menores a su cargo, al que la pandemia dejó sin empleo. En su casa, la que tuvo que okupar por necesidad, no entran ingresos después de que perdiera la ayuda de 430 euros. Solo recibe algunas bolsas de comida y garrafas de agua que le da una organización de la zona.

Marcelo Perera tiene 44 años y en su DNI pone que nació en Sevilla. Hace siete años llegó a Fuerteventura en busca de empleo. En otra época había trabajado en la Isla y sabía que Fuerteventura era una tierra de oportunidades. Durante todos estos años, ha trabajado de camarero y en lo que fuera surgiendo. Los últimos tres ha estado empleado en una lavandería realizando funciones de mantenimiento y limpieza.

“Tenía un sueldo de 1.050 euros, pero con eso no se puede pagar un alquiler de 500 euros, agua, luz y comida”, asegura. Al final, llegó un momento en el que no pudo seguir pagando el alquiler. Entonces, empezaron las llamadas del casero y las noches sin pegar ojo. “Fueron muchas noches sin dormir viendo que no llegaba a fin de mes y con la presión del dueño de la vivienda detrás”, recuerda.

Un amigo, que vivía como okupa, se ofreció a cederle una parte de su vivienda, ubicada en una zona deshabitada a unos diez kilómetros de Gran Tarajal. A Marcelo no le quedó más remedio que aceptar. La otra opción era acabar durmiendo en la calle junto a sus hijos de 16,15 y nueve años.

En enero de 2020, entró de okupa en la vivienda, una casa que su amigo encontró solo con el esqueleto y que fue remodelando hasta convertirla en habitable. “Llegué muy apurado. Era la primera vez que lo hacía y me vi en la posición de abrir una casa sin ganas. Siempre he estado en la legalidad, no tengo antecedentes por nada”, insiste. En el nuevo hogar, siguieron las noches sin dormir. “Pensaba que podía venir la policía o aparecer una denuncia”, confiesa.

Unos amigos le prestaron un vehículo para llevar las cosas y le ayudaron con la mudanza. Marcelo recuerda el vaivén de sentimientos que experimentó en aquel momento: “Estaba entre emocionado por no tener la presión del casero, pero a la vez cargado de miedo. No sabía qué había por allí, era una casa terrera en medio del campo y, como mismo había entrado yo, podía venir alguien de noche entrar y hacerle algo a mis hijos”.

Marcelo insiste en que el okupa también tiene miedo a que lo okupen: “Tengo miedo de que alguien vaya a mi casa, rompa un cristal o la cerradura y me quiten lo que tengo porque no hay papeles que certifiquen que aquello es mío. Si esto ocurre, puedo perder lo poco que tengo”.

Cuando llegó a la vivienda, se encontró con pintadas en las paredes más propias de un acto vandálico que de alguien interesado en dejar su impronta artística. “La vivienda se cae un poco a trozos, pero he hecho reformas”, explica. Desde hace un tiempo vive sin agua. Se las tiene que ingeniar para conseguir llenar los bidones y poder ducharse y cocinar.

Por sus hijos

Sus hijos no hablan del tema de la okupación. “Yo le he quitado importancia y los pobres saben que es algo que he hecho por necesidad y no dicen nada. Son conscientes de que lo hago por ellos”, cuenta este hombre que está en lucha por conseguir la custodia de sus tres hijos.

El pasado 14 de marzo llegó el estado de alarma. España cerró sus puertas al virus y a los negocios que, directa o indirectamente, vivían del turismo. Las empresas empezaron a enviar personas a los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTE) o a las colas del paro. “Estuve casi tres años trabajando, con contratos temporales, pero con la pandemia se acabó. Tenía un contrato de final de obra que no me beneficiaba y me faltaba un mes cotizado para poder acceder al subsidio de desempleo”, cuenta. Al final, se vio en las listas del paro e intentando vivir con el único ingreso de la ayuda familiar de 430 euros.

“Cuando okupé, pensaba que podía venir la Policía o que me denunciaran”

El día que la despensa se quedó vacía y sin opción de comprar algo para poner en sus estanterías, Marcelo recurrió a la ayuda de La caja de la pequeña Silvia, una ONG de un grupo de alemanes que están aliviando las colas del hambre que la falta de turistas ha dejado en el sur de la Isla. “Si no fuera por ellos, hoy día estaría preso porque tendría que robar para conseguir la comida”, cuenta con mirada triste. Inmediatamente, aparecen las lágrimas. Tal vez por impotencia, tal vez porque se ha cansado de tocar puertas y no encontrar soluciones.

“Hace poco me dieron la vida, regalándome una nevera porque la que tenía se me había averiado. Intento no pedir nunca, pero tengo una benefactora que se llama Gabi, que me ayuda, y también está La caja de la pequeña Silvia, que me ha comprado, incluso, agua para beber. Si ellos no llegan a estar, no sé dónde estaríamos mis hijos y yo ni qué comeríamos. Mi país no me ha ayudado, me han ayudado ellos”, dice convencido.

Cuando pensaba que la situación no podía ir a peor, se enteró de que le habían retirado la ayuda de 430 euros. “La tuve durante seis meses y la he perdido por no saber que había que renovarla. Con la pandemia pensé que se renovaba automáticamente”, cuenta. La noticia le llegó el 6 de enero, día de Reyes. Esa mañana se despertó sin un regalo para sus hijos. “Gracias a amistades y a la gente de La caja pudieron tener reyes, pero por parte de su padre no”, dice angustiado.

Aquella mañana pensó que, seguramente, ya le habían ingresado el dinero de la ayuda en la cuenta y decidió ir con sus hijos a desayunar a Gran Tarajal. Ese esperaba ser su regalo de Reyes, pero cuando fue al cajero se encontró con que no había ingreso ni visos de haberlo. Lo primero que hizo fue llamar a la asistente social para pedir ayuda. Ahora están intentando tramitarle otra, pero la siguiente cita con los servicios sociales para iniciar el trámite es el 31 de marzo. Mientras tanto, el hombre se pregunta cómo comerán él y sus hijos hasta entonces.

Después de desahogarse contando su historia, se atreve a dar la opinión sobre el movimiento okupa. “En el mundo okupa hay de todo. Gente que lo hace porque está necesitada y quien lo hace por tener un ahorro. Esos no merecen mis respetos. Hay quienes no tienen donde vivir, pero son los que buscan no hacerles daño a otras personas”, comenta.


Depósitos de agua externos para abastecer la vivienda.

“No me gusta serlo”

“Por desgracia, me considero okupa. No me gusta serlo. Creo que nadie quiere ser okupa, salvo que tenga una moral muy baja y lo que quiera es ahorrar un dinero. La gente que realmente okupa utiliza las casas de los bancos porque no se puede quitar una vivienda a una persona”, sostiene.

“Yo puedo tener una casa cerrada”, continúa hablando, “pero se la ha trabajado mi padre, mi abuelo o mi tío. Da igual que tenga tres casas, se lo han trabajado ellos. No es normal que vayan y las quiten, eso es envidia. Cuando estuve en la tesitura de buscar una casa, di con una persona que me cedía una parte de la que estaba como okupa, pero yo lo que buscaba eran casas de bancos, no quitarle la casa a nadie, a particulares”.

Marcelo duda de que la vivienda que tomó como okupa esté siquiera registrada. Cuenta que fue de alguien que, en su día, levantó las paredes y luego se fue de la Isla. “No creo que tenga papeles. El chico que la okupó antes que yo puso luz y cableado. Cuando llegó, solo estaba el esqueleto, pero sé que si aparece el dueño y reclama me tendré que ir”, dice.

El hombre ha conseguido que los servicios sociales municipales le den el bono de comedor y el transporte para los dos hijos mayores, “pero lo que necesito es un trabajo para poder alquilar una vivienda. Poder pagar sin tener ese agobio o una casa cerca del colegio de mis hijos donde el pequeño pueda acudir solo y yo ir a trabajar”, dice mientras lamenta el poco interés de las administraciones para crear viviendas de protección oficial.

Marcelo sabe que llegará el día en que tendrá que okupar otra vivienda más cercana al colegio de sus hijos y dejar la que tiene en medio de la nada. “Tengo miedo a hacerlo, a que me echen a la calle con mis tres hijos o me denuncien”, confiesa.

“No me siento protegido por ningún partido y como yo muchas personas. Nos sentimos más presionados que ayudados”, lamenta. Para este hombre, la política es “un interés propio. Son mejores ladrones que cualquier carterista. No dan opciones. Tengo tres hijos y estoy como estoy y me han denegado el Ingreso Mínimo Vital porque en 2019 superé los ingresos, es decir por haber trabajado. No hay ningún partido que merezca mis respetos”, zanja la conversación.

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