La aventura de Agustín Pallarés
El número ocho merodea la vida de Agustín Pallarés (Fuerteventura, 1928). “No soy supersticioso; soy observador. Nací el ocho de octubre de mil novecientos veintiocho [en el faro de Tostón], mido uno ochenta y ocho, y da la casualidad de que mi número de teléfono tiene muchos ochos”, dice este estudioso, autodidacta y autor de más de un centenar de artículos sobre Lanzarote.
Ateo, apasionado de la naturaleza y explorador infatigable, acaba de publicar su último libro, ’Diccionario de topónimos de Lanzarote’ (Ediciones Remotas, 2014), un volumen con más de 1.500 entradas que comenzó a recopilar en los años 60, recorriendo la isla palmo a palmo. Bajó por cada barranco, estuvo en cada roque, caminó cada volcán y alardea de ello: “Tengo la pequeña vanidad de decir que he subido todas las montañas de la isla”. Si alguien le reta a demostrarlo, será capaz de aportar referencias que sólo conocen quienes han hollado lo que él.
La referencia toponímica que existía hasta el momento era un mapa militar de 1986, con “un gran porcentaje de error en la escritura y situación”, afirma. Pallarés contrastó datos con los habitantes de las cercanías, con “calma y profundidad”. Arrecife, por ejemplo, no sería sinónimo de ‘escollo’ sino una evolución del vocablo Arracife (‘camino empedrado’).
Lo explica sentado en un confortable gabinete, donde suele recibir a las visitas. A su despacho no sube mucha gente. Allí tiene sus libros, un “desordenador” y un marasmo de letras. Su vivienda es uno de los pocos ejemplos de arquitectura doméstica tradicional que se conserva en la capitalina calle Benito Pérez Galdós. Está construida con paredes antiguas de piedra y barro, con los beneficios que deparan: “No se oye a los vecinos, ni los vecinos escuchan a uno; puedo poner la tele a todo volumen”.
Su afición por la toponimia viene de lejos. De los 8 a los 15 años, vivió en el faro de Alegranza, un vergel atlántico donde fue destinado su padre, torrero de profesión y militante socialista (pasó varios meses en los campos de concentración de Gando y La Isleta, hasta que fue ‘desterrado’ a Alegranza). Para la familia, aquel castigo resultó ser el contexto propicio para la felicidad. Agustín y sus hermanos se formaron en un régimen educativo doméstico (“mis padres nos enseñaban aritmética y conocimiento general”), que se enriquecía con la lectura de enciclopedias y muchas novelas. De Galdós,Stevenson, Zane Grey… Sus preferidas eran las de Julio Verne.
Los días en Alegranza fueron fascinantes para aquellos niños chicos. Jugaban a coger juyones, a averiguar la forma de las nubes, a mirar guirres y a correr por caletas alfombradas de callaos. Siempre oteaban el horizonte en busca de sorpresas y de vez en cuando el mar les recompensaba arrojando jallos de lo más variopintos: cocos, tabaco, ámbar gris e incluso barras de deliciosa mantequilla, que disfrutaban con fruición no sin antes dárselas a probar a los gatos. Un día, apareció en la costa una botella de cristal con un mensaje en su interior. Exactamente igual que sucede en ‘Los hijos del capitán Grant’. Con mucha intriga y nervios, tuvieron que romper el cristal para leer la carta. Estaba escrita en francés y firmada por E.G. y J. M., dos grumetes del ‘Champlain’.
Años después supieron que aquel barco se hundió por la explosión de una mina alemana. Murieron diez personas y nunca pudieron confirmar si los remitentes de aquella carta habían sobrevivido. Traduciendo aquella misiva fue como cogió interés por los idiomas. Aprendió francés e inglés sin profesor y tanto gozó en aquella Alegranza suya que en cuanto pudo ejercer como técnico de señales marítimas, se preocupó por conseguir destino allá. Regresó a su querida Alegranza en 1956 y allá estuvo hasta 1968, compartiendo vivienda con su familia y con la de José Olivera, el otro farero de la isla.
“Tengo la pequeña vanidad de decir que he subido todas las montañas de la isla”, confiesa
Años más tarde trabajó como guía turístico en Lanzarote para la agencia Wagonlit Cook. “Me propusieron salir con los clientes y noté que me hacía falta ponerme al corriente de muchas cosas.”, explica. Así que adquirió muchos más conocimientos de los que requería su trabajo y bastantes menos de los que deseaba. Botánica, biología, geología… Todo lo estudiaba “a conciencia y con gusto”.
A lo largo del tiempo ha reunido una importante colección de libros. Dos de ellos los cedió al Museo Canario por su valor histórico, con la condición de que le enviasen una fotocopia: una edición de 1764 de ‘The History of the Discovery and Conquest of the Canary Islands’ escrito por el médico y comerciante escocés George Glas (y que también se encuentra en la biblioteca de Bodegas El Grifo) y dos tomos de Olivia Stone.
Pallarés no es pesimista y le gusta hablar de todo. “La humanidad evoluciona poco a poco”, afirma, los avances médicos son incontestables (recita todas las operaciones que le han practicado) y las miserias que rodean la “politiquería” -cosa “muy distinta a la política”- son sólo eso, miserias.
Su tiempo lo pasa estudiando, escribiendo (tiene concluidos tres libros más: ‘Escritos y charlas de mi cosecha’, ‘Prehistoria de Lanzarote’ e ‘Historia de Lanzarote’), leyendo a Machado y a Bécquer, y escuchando la voz de Nino Bravo, Camilo Sexto y Gloria Lasso. “Yo creo que la música no hay que entenderla sino sentirla”, dice. Vivir en una isla de hechura salvaje talló la personalidad de un hombre que ha cumplido 86 años con una inquietud perenne: entender un poco más cómo funciona esta vida.
Comentarios
1 clarin Sáb, 03/01/2015 - 12:43
2 Yo soy aquel Dom, 04/01/2015 - 10:47
3 yuri Antonio pa... Dom, 04/01/2015 - 18:39
4 Angeles Armendi... Lun, 05/01/2015 - 03:03
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