Agustín Suárez: de cuando los niños tenían tres trabajos
Se pasó la infancia trabajando, estuvo en la creación de la primera asociación de vecinos de la Isla, en Titerroy, donde regentó una tienda, y fue director de Cocelan
“Había hambre”, dice Agustín Suárez Suárez (Arrecife, 1935) cuando comienza a narrar su infancia. Cuando aún iba a la escuela se le iban los ojos detrás de aquellos que llevaban bocadillo. Nació en la calle Hermanos Zerolo. Su padre, como casi todos, se iba a la zafra a la otra orilla durante seis o siete meses y su madre trabajaba como cocinera en el comedor escolar. Pero cerraron el comedor y, de paso, se acabó su etapa escolar. “Con nueve años me sacaron de la escuela”, dice.
Era el cuarto de siete hermanos. Sus dos hermanos mayores, Pepe el de la bicicleta, y Miguel, trabajaban en una latonería poniendo los fondos de los calderos. Su madre comenzó a lavar ropa, casa por casa. Salía a las siete de la mañana y volvía a las siete de la tarde con una peseta y treinta céntimos de jornal. En casa dejaba a los tres niños más pequeños dentro de una cuna de esas de góndola que mecía Agustín, que pronto empezó a trabajar en una sociedad o club deportivo que estaba en la calle Cienfuegos. Se tenía que subir a una caja de coñac para lavar los vasos porque no alcanzaba.
Su misión era la de ayudar a la economía familiar, a la que le pasaba lo mismo que al niño con la barra del bar: que no alcanzaba. Vivían, como tantos, de fiado. Dice que cuando su padre volvía a casa, ya casi se habían gastado el dinero que había ganado en la pesca. “Hay cosas que te marcan”, dice. Recuerda que había un almacén en su calle que vendía plátanos “que no se los comían ni los animales” y que extendía el olor a toda la calle.
Además de trabajar, él quería estudiar y aprender cosas por su cuenta para salir de esa situación. Pero para estudiar tenía que trabajar. “No miento -asegura rotundo-, yo trabajaba de 16 a 18 horas diarias”. Tenía solo once años cuando empezó con ese horario y era un “chiquillo flaquiniento”, pero tenía tres empleos con los que aportaba a la economía familiar.
Trabajaba en una droguería frente al Cabildo viejo. Allí, aunque no los vendían, hacían licores en la trastienda, coñac y anís. Recuerda que había un señor que los preparaba y que él también aprendió la mezcla. Durante un tiempo, le encargaron que acompañara a ese hombre pueblo por pueblo y cantina por cantina para vender los licores.
“Iba tocando en las puertas a ver quién quería trabajar”, dice Agustín
Cuando cerraba el comercio, comenzaba su segunda jornada. Se iba al cine Atlántida, donde trabajaba en un bar que había en el patio de butacas. Trabajaba con Paco, que luego se haría practicante. Cuando empezaba la película, su compañero se iba a verla y él se metía detrás del bar a estudiar. Finalizaba el descanso de la segunda sesión, sobre las once, y comenzaba el tercer empleo.
Solo tenía que recorrer unos metros en la Calle Real para enfilar la puerta del Círculo Mercantil, que era una manera de nombrarlo sin hacer alusión a la democracia durante una dictadura, y que estaba en el edificio que hoy ocupa El Mercadillo. También trabajaba allí de camarero hasta la una, o las dos, o la que hora que fuera, o hasta la madrugada cuando había una fiesta en la que la gente bailaba hasta que se hacía de día, y mientras ellos volvían a sus casas, él, esos días, ya se quedaba por allí para entrar a la droguería. “Menos mal que eran cuatro días al año, pero como no había nada nunca, cuando eran fiestas, la gente se quedaba hasta que amanecía”, recuerda.
Un poco después comenzó a asistir a una academia que llevaba Fernando Lamberti, que trabajaba en la prisión, pero daba clases particulares. Aprendía cultura general, pero también los fundamentos de la electrónica, que siempre le atrajo. Con 18 o 19 años colocaba antenas para radio, “aún no de televisión”, en las casas. Y muchos años después, fabricó una emisora de radio con elementos de cocina y una caja de puros de “25 señoritas” donde se alojaba un condensador variable. La hizo con otros amigos y no tenía mucho alcance, pero funcionaba.
Ensayaban con una parranda en una casa que tenía un patio y varias estancias. Una de ellas era el taller de su hermano y al otro lado estaba el Bar Canario. Cuando tocaba la parranda se podía sintonizar en el bar, o darse un paseo y acercarse para verla en vivo. Y también hacía interferencia con alguna frecuencia que tenían los militares. Para familiarizarse con el lenguaje de la radio, dice que si los amigos se iban a tomar algo a un bar se comunicaban entre ellos por morse, con la cucharilla del café.
La mili
Cuando le llegó el turno del servicio militar, tenía la esperanza de que le tocara en Madrid y así poder ir allí a estudiar algo. Primero le tocó hacer tres meses en Gando, en aviación, y después, el delegado del Gobierno, creyendo que le hacía un favor, le dijo que le llamara para que el destino no estuviera muy lejos. No se atrevió a decirle que eso era exactamente lo que él quería, y acabó en Cabo Juby, conocida como Villa Bens. Dijo que era camarero y le pusieron a servir en el bar de oficiales.
“Me han pasado cosas muy raras”, avanza. Allí había un capitán de Intendencia que se parecía a Vittorio de Sica. “Esto no te lo vas a creer -vuelve a adelantar- pero en siete meses que estuve allí solo pidió comida dos veces”. Una fue un pimiento frito y la otra, una cuarta de almendras peladas. Dice Agustín que no había otro sitio donde comer y que el capitán se alimentaba a base de cerveza. Se bebía una caja de 36 botellines “de la CCC de Tenerife”. Cuando se iban todos los oficiales, se quedaba él solo tocando el piano. Agustín dormía en un cuarto anexo y solo se quitaba las botas, pero no el uniforme, para acudir cuando escuchaba el grito de “ordenanza”. Si era muy tarde le dejaba cuatro o cinco botellas abiertas para poder dormir un poco.
Titerroy
Casi estrena el barrio de Titerroy. A su madre le tocó una de las viviendas de protección oficial de la segunda promoción. Le asignaron una casa, pero se la quedó él. Tenía el mismo nombre, solo que en masculino, y el mismo apellido. Y abrió una tienda allí de las de aceite y vinagre. Ya había tres comercios más y le denunciaron, pero la tienda permaneció abierta durante 22 años.
Los tiempos no habían cambiado tanto y se seguía trabajando de fiado. Compraba en otras empresas mayoristas, como la de los Guerra, y apuntaba todo en una libreta. Pasó el tiempo, creció el barrio y Agustín formó parte de la primera junta de la asociación de vecinos de Titerroy, que fue la primera de la Isla.
Primero se ocuparon de asfaltar algunas calles, con medios propios y voluntarios. “Iba tocando en las puertas a ver quién quería trabajar”, dice Agustín. En la asociación estaba el cura del barrio, don Francisco, mientras que el presidente era José Antonio Toledo. Cuenta que después les llamaban de otros barrios y de otros pueblos para que les explicaran lo que había que hacer para montar una asociación de vecinos.
Agustín estuvo también en el nacimiento de Cocelan, una cooperativa de alimentación pionera, que estuvo primero en un local de la calle México. Le llamaron para trabajar y fue el director hasta que se jubiló.
Comentarios
1 Opinión Lun, 31/07/2023 - 10:25
2 Sergio Gómez Ma... Lun, 31/07/2023 - 18:29
3 Evaristo Mié, 02/08/2023 - 10:51
4 titerroy Mié, 02/08/2023 - 17:27
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