Son muy raras las ocasiones en las que un evento alcanza, más allá de palabras gastadas y exageraciones, la condición de histórico. Pero nos estamos acostumbrando al tópico empleado en la medida justa. Tras la pandemia mundial de Covid-19, llega la erupción volcánica en la isla de La Palma, un suceso tan hermoso de contemplar como traumático en sus consecuencias. El mayor desafío para la Isla Bonita en el último siglo, con toda seguridad. Lo es por su magnitud, mayor que el de sus precedentes de San Juan (1949) y Teneguía (1971); por el contexto temporal, en una isla atascada en su propio inmovilismo, porque el dolce far niente palmero registra más lamentos que acciones; y por la ubicación, en la medida que afecta al modelo económico y hasta al ánimo psicológico de la comarca más próspera de la Isla, el Valle de Aridane. Hablamos de un espacio bellísimo que en demasiadas ocasiones recurre a la nostalgia de la riqueza pasada, la del mercado peninsular garantizado para el plátano como unidad de medida. Es peligroso tomar como referencia tiempos que ya no volverán, porque el lamento deriva en crisis psicológica y depresión. Este será el saldo más amenazante de la erupción en Cumbre Vieja.
La erupción en la vertiente oeste de La Palma se parece muchísimo a la que dio como resultado el volcán de San Juan, pero acaece más al norte, con un comportamiento similar aunque parece que más virulento a tenor del cómputo científico sobre la lava ya derramada en los primeros días de actividad volcánica.
La ubicación de la boca no es un asunto baladí en lo tocante al devenir de la comarca en los próximos años. Y cuando digo años, me refiero al próximo siglo. Porque no es lo mismo actuar como frontera sur del Valle de Aridane que dividir al mismo en dos pedazos sometidos además a dificultades de comunicación muy serias, que lastran de modo dramático el acceso al litoral turístico y platanero, eso por no citar la relación de la comarca con el sur de la isla, con Fuencaliente, uno de los ejes de futuro que los expertos identifican para la isla entera.
El volcán ha levantado una muralla entre el lugar de residencia dominante en la zona, el casco de Los Llanos de Aridane, y los enclaves costeros de Puerto Naos y El Remo, donde “los gallos” (los nativos de Los Llanos) en mejor situación económica tienen sus segundas residencias y apartamentos turísticos. Por el camino, se ha tragado varios núcleos poblados en los tres municipios afectados, caso del emblemático Todoque (Los Llanos), El Paraíso (El Paso) y El Pampillo (Tazacorte).
Nada de esto habría ocurrido si la erupción se hubiera producido unos kilómetros más al sur, porque en esta comarca los asentamientos son más densos al norte, y también lo es esa fórmula del urbanismo canario (del no urbanismo, cabría matizar) según la cual la construcción diseminada entre fincas y huertas ha adquirido carta de naturaleza. La destrucción ya de unas 1.200 edificaciones plantea una disyuntiva durísima, pero inexorable: ¿es buena idea plantear desarrollos residenciales en zonas que registran erupciones volcánicas al cabo de décadas? Esta será una de las grandes preguntas cuando la lava comience a enfriarse, pero una cosa es cierta: los planes de riesgo volcánico dejarán de ser un elemento residual en las decisiones relacionadas con la ordenación del territorio. Y esto no sólo ocurrirá en La Palma.
Esta es una oportunidad inmejorable para demostrar que Canarias es más que la suma de ocho islas
El Valle de Aridane es un lugar excepcional de la isla de La Palma. Por su belleza (esculpida precisamente por el vulcanismo), por su paisaje conmovedor, la belleza de su costa y la multitud de rincones que se quedan guardados en la retina para siempre. Merece una reflexión muy en serio, capaz de secundar las iniciativas de ayuda urgente a la población afectada por este desastre natural.
Este imprescindible reseteo de la economía de la comarca afectará por elevación a toda La Palma, sometida durante décadas al mal del inmovilismo que afecta a las islas más occidentales de Canarias, sin que ninguna de las iniciativas puestas en marcha en los últimos años, como la llamada Ley de Islas Verdes, hayan ofrecido resultado tangible alguno.
La economía palmera lleva décadas sostenida sobre tres pilares asimétricos: el plátano como cultivo dominante, menos rentable de lo que fue, pero aún competitivo; el turismo canario, español y europeo asociado a la naturaleza, asentado y con unas perspectivas de futuro comprometidas en el corto plazo; y sobre todo las rentas públicas, los salarios de los funcionarios y demás segmentos de la economía que precisan de recursos foráneos y sostienen el consumo doméstico. La Palma, una isla que mantiene su población estabilizada en torno a los 80.000 habitantes, necesita un nuevo esfuerzo público para recuperarse del susto colosal que representa la erupción del volcán aún sin nombre, y la duda hay que situarla más en la gestión de los recursos que en la existencia de los mismos, que todo hace pensar que los habrá. Pero, al mismo tiempo, La Palma es una isla en busca de un nuevo rumbo, un camino repleto de incertidumbres pero al mismo tiempo definido por dos certezas: todo va a cambiar y la nostalgia no va a salvarnos. Se aceptan ideas procedentes de todas las islas, porque esta es una oportunidad inmejorable para demostrar que Canarias es más que la suma de ocho islas. A ver si esta vez lo demostramos con hechos.
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