Alex Salebe

No somos nada

Es la sentencia más dura e injusta ante la muerte, porque somos mucho, sobre todo cuando la vida es larga, como la de mi padre que falleció en 2020 a los 96 años de edad, e incluso seguimos siendo mucho cuando no estamos tocados con la varita de la longevidad, pero por naturaleza somos inconformes y siempre queremos más. Yo mismo todavía lamento la partida de mi viejo porque no alcanzó los cien.

Esta semana, de un solo estampido, en dos días para más señas, fallecieron dos personas muy queridas y apreciadas por mi familia: un hermano de mi madre, mi tío Toño, que se “acabó” en menos de un mes aquejado de Parkinson y un buen amigo, Senen Barreto, que murió de un infarto fulminante, sabiendo él mismo, seres queridos y amigos que su esperanza de vida estaba estimada en 10 años a partir de que fue trasplantado del corazón. La tasa de supervivencia a 10 años está alrededor del 60 por ciento.

Me acordé estos días de una reflexión que escuché hace un par de años en una conferencia virtual sobre cuidados paliativos que apuntaba a que en el fondo no lloramos por la persona fallecida, sino que más bien lloramos por nosotros mismos, por el vacío que nos deja ese ser cercano que ha muerto. Hasta en el duelo somos egoístas.

Es cierto que la pérdida de un hermano o hermana, como ha sido mi caso en 2016, es una situación desgarradora e inaceptable, nunca estaremos lo suficientemente preparados aunque haya una enfermedad grave de por medio, pero asumir el duelo es de las pocas formas de continuar viviendo y de impedir que los seres con quienes convivimos queden abrumados por la carga de nuestro dolor.

La negación de la muerte se puede describir de muchas formas, como la escribe el gran poeta peruano César Vallejo; “Oye hermano, no tardes en salir. ¿Bueno? Puede inquietarse mamá”.

La tristeza, es posible que desaparezca, pero la nostalgia difícil, sin embargo, allí siempre estará gente querida y cercana para animarnos y empatizar con nosotros y poder evitar el hueco del aislamiento.

Por el covid y las restricciones, el velatorio de mi padre fue con participación presencial bastante reducida. Yo, por la distancia y al no poder viajar, participé de forma virtual, pero palpé mucho mayor respeto que los tumultos en funerarias, velatorios convertidos en reuniones sociales para cumplir donde destaca el murmullo y el ruido.

Aceptar la realidad de la pérdida es difícil, pero imprescindible, es otra de las reflexiones con las que me quedé de aquella conferencia sobre los cuidados al final de la vida. Tenemos por delante muchos retos e ilusiones en esta vida donde sí que somos mucho.

 

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