La madre de Joe
Buenas noticias. La nueva jornada comienza con la confirmación de que bastan 25 dólares, unos 18 euros al cambio de divisas establecido en agosto de 2008, para llenar el depósito de gasolina de nuestro Hyundai Accent, lo que nos permite avanzar unos trescientos kilómetros diarios y nos anima a enfilar otra vez la autopista interestatal I-80 en dirección al oeste y conocer más a fondo el enorme estado de Pensilvania. Cuna de personajes tan dispares como Grace Kelly o Andy Warhol, aquí está el pueblo de Punxutawney Phil, donde cada año tiene lugar el rito del Día de la Marmota, aquella predicción entre surrealista y folclórica sobre el final del invierno según el comportamiento de una marmota liberada que acaba su período de hibernación. Pensilvania es un gigantesco rectángulo donde convive el cosmopolitismo de ciudades como Filadelfia o Pittsburgh con las costumbres atávicas de las comunidades “amish”, pero también es el territorio del bosque nacional de Allegheny, un paraje arrasado por la industria maderera a finales del siglo XIX y hoy recuperado y convertido en una reserva natural de incalculable valor ecológico.
“Juana” parece haberse vuelto loca. “¡Recalculando, recalculando!”, grazna con su voz metálica y desquiciante. Aclaro que “Juana” es el nombre que hemos decidido otorgarle al sonido de ultratumba que emana sin previo aviso del navegador GPS, en un intento vano de humanizarla un poco. El motivo del estrés repentino de “Juana” no es otro sino que hemos decidido abandonar la autopista interestatal e internarnos en el corazón del estado de Pensilvania a través de carreteras secundarias que ofrecen una visión diferente a la monotonía de los interminables camiones de dieciséis ruedas que circulan por la I-80. Y así es. Pasamos por delante de granjas y casas de campo aisladas con su sempiterno granero de madera y con la bandera estadounidense, la de las barras y las estrellas, bien plantada en las fachadas. Angostos senderos se abren a ambos lados de la carretera, una suerte de vía secundaria que atraviesa pequeños pueblos y ciudades diminutas así como extensos campos sembrados de trigo y de un millo tan alto que parecen árboles. Al inicio de cada uno de esos senderos se plantan diez o doce buzones de correos muy americanos, donde el servicio postal de EE.UU. deposita la correspondencia de los ciudadanos sin necesidad de recorrer las enormes distancias que separan las granjas y las instalaciones agropecuarias. De cuando en cuando, un gran silo de millo o de trigo se alza en el horizonte, en medio de las praderas interminables, a modo de faro o guía del camino a seguir.
En las afueras de la localidad de Towanda, un pueblo semidesierto y oscuro cercano a la frontera con el estado de Nueva York, descubrimos algo parecido a un diminuto restaurante al que se accede por un camino de grava y que carece de cualquier signo de identificación. La edificación es de madera, y junto a la puerta de entrada dispone de un travesaño tendido sobre dos palos que, deduzco, está ahí para amarrar el caballo. Sólo echo en falta la aulaga arrastrada por el viento atravesando la calle polvorienta. Hay dos todoterreno de color negro y neumáticos enormes estacionados en el camino de grava, y junto a ellos, nuestro pequeño utilitario matriculado en Connecticut parece que se ha encogido de pronto. Coincidimos. El lugar es siniestro.
Pero cuando estamos dentro, tenemos la certeza de haber acertado. El restaurante sin nombre es bastante reducido, no más de cinco o seis mesas, pero el aroma exquisito de la carne a la brasa y la visión de las jarras de cerveza bien fría que degustan dos parroquianos, nos reconcilia con el establecimiento. Los dos únicos clientes visten monos de trabajo azules y calzan botas de faena polvorientas, y se nos quedan mirando con curiosidad, con la vista fija de la gente acostumbrada a observar a los otros sin reprimirse. La mesa donde nos sentamos es auténtica: mantel de cuadros, cuchillo y tenedor sobre la servilleta, ketchup, mayonesa y salsa barbacoa en el centro. La cocina se puede contemplar desde el salón: un tipo totalmente calvo, sudoroso, con un extenso bigote negro, con tatuajes y piercings, cubierto por un delantal de color indefinible y tocado con una bandana donde pone “Ramones”, corta a golpe de machete generosas chuletas de carne de vaca y las echa a las brasas. Me da por elucubrar que se trata de un ex marine. El olor es delicioso. Al fondo del restaurante, tras un mostrador de cristal que muestra figuritas indias de artesanía, paquetes de papas fritas, pilas de un solo tamaño y un busto hierático de algún mohicano célebre, vigila sus posesiones una suerte de matrona rubicunda, bajita, con bigote, de pelo blanco, ojos de un azul tan intenso que hieren y un busto tan prominente que casi salva los límites del mostrador y amenaza con desparramarse por el local. Fuma un cigarrillo ladeado, y tras cada calada nos observa detenidamente, a través del humo, con interés, con los ojos entrecerrados, como relamiéndose por algo que nosotros, todavía, no alcanzamos a entender.
El camarero que se nos acerca es la antítesis de todo lo que allí se concita. “Joe”, pone en su chapita identificativa. Es flaquito, rubio, lampiño, pecoso y muy tímido, y lleva corbata de pajarita (imagino las burlas de los indómitos aborígenes cuando la ven). Pero sus ojos son los de la dominatrix cutre de la barra, así que colegimos que es su hijo. Nos informa del menú del día (no hay que ser un lince para adivinarlo: bistec a la brasa, “baked potato” y cerveza), y todo resulta delicioso. Joe enrojece de vergüenza cuando le felicitamos por la exquisitez de la comida, y nos comenta que podemos pagar la cuenta con tarjeta de crédito en el mostrador, donde la temible “boss” del lugar. Y aquí se desata el cataclismo.
La madre de Joe no levanta la vista cuando farfulla algo entre dientes. Yo le digo que no la entiendo. Ella lo repite con más fuerza. Sigo sin entenderla, y sonrío con cara de disculpas. Ella levanta la vista, me taladra con sus ojos azules intensos, y golpea el datáfono de las tarjetas de crédito. Yo me disculpo otra vez, pero entre mi inglés de Teseguite y el suyo de la Pensilvania profunda no hay posibilidad de entendimiento. Ella grita. Los clientes de los monos azules sueltan sus jarras de cerveza y se nos quedan mirando. El cocinero ex marine de la bandana de “Ramones” me observa fijamente, con el machete en guardia, a medio camino de amputar una jugosa chuleta de buey. La madre de Joe grita, histérica, fuera de sí, golpeando el datáfono. Yo vuelvo a decirle, con voz trémula, que no la entiendo. Pienso que tal vez mi tarjeta no es válida, pero eso no puede ser. Joe ha desaparecido, engullido, supongo, por el terror que le inspira su diabólica madre. La arpía bigotuda me hace gestos despectivos, y desliza una mano detrás del mostrador. Yo, de natural conspiranoico, imagino que ahora me apuntará con una escopeta de cañones recortados y daré por extinguida mi existencia en algún lugar perdido de las afueras de Towanda, Pensilvania (USA).
Pero la madre de Joe me arrebata mi tarjeta de crédito, la introduce en el datáfono, cobra los 23,20 dólares de nuestra comida, me lanza el resguardo de papel y, entre gritos de ira, hace gestos indicando que nos marchemos. Eso hacemos. Salimos del restaurante. Arrancamos nuestro coche, haciendo caso omiso de los bramidos despersonalizados de “Juana” (“¡Recalculando, recalculando!”) y enfilamos hacia el oeste aún perplejos y temblorosos por lo que acaba de suceder.
Esa noche, con el horizonte mostrándonos una soberbia tormenta de verano sobre el lago Erie, acompasadas con el rugido de los truenos y relámpagos que se avecinan, alcanzamos a entender las imprecaciones de la horrible madre del desdichado Joe: “¡Tip, tip…!”, repetía la bruja con bigote, y así interiorizamos que en el país hoy presidido por un ectoplasma machista de tinte zanahorio, las propinas en los restaurantes no son una dádiva, sino una obligación. Que era exactamente lo que nos exigía para incluirlo en la tarjeta de crédito la satánica propietaria del restaurante sin nombre donde vaga, como alma en pena, el atribulado Joe.
En el verano de 2008 el autor de estas crónicas viajó durante casi un mes por diferentes lugares de Estados Unidos. Visitó once estados y varias ciudades, y en cada uno de ellos tuvo la sensación de haber estado previamente, sin duda a causa de la potente influencia cultural que ejerce ese país sobre el resto del mundo. Como consecuencia de ese viaje son estas crónicas de anécdotas y situaciones diversas en el país entonces de Obama y hoy propiedad de un individuo de color naranja.
Artículos anteriores:
“Creuze Club”. Perversiones varias
Comentarios
1 Anónimo Jue, 30/08/2018 - 12:23
Añadir nuevo comentario