ENTREVISTA

“Si una isla se pone a la venta se corre el riesgo de convertirla en decorado”

Remedios Zafra, filósofa y ensayista

Saúl García 0 COMENTARIOS 20/06/2024 - 07:05

-En su último libro ‘El Informe. Trabajo intelectual y tristeza burocrática’ habla de la cantidad de trabajos no creativos que tienen que hacer las profesiones creativas. Es la misma queja que tienen profesores y profesionales de la Sanidad. ¿La burocracia nos empobrece como sociedad?

-Creo que acontece en todas las profesiones vocacionales, que cada vez más hay que dejar el tiempo de descanso para investigar y preparar bien los trabajos porque el tiempo propiamente delimitado para ellos parece cedido anticipadamente a las crecientes tareas administrativas y de gestión. Y ocurre que entonces no solo el cansancio, sino el desafecto con los trabajos que amamos se convierte en preocupante. Sí, la burocracia nos empobrece de muchas maneras, una de ellas haciendo que trabajadores a quienes se pide gran exigencia intelectual estén apagados en tareas mecánicas, perdiendo el sentido de un hacer bueno para uno mismo, pero ante todo bueno para la sociedad. Lo que sucede en la actualidad es llamativo porque el aumento de las tareas burocráticas está siendo paralelo a la mayor digitalización, de forma que las esperanzas depositadas en una mayor disponibilidad de tiempo derivada de la tecnología no solo no se logran, sino que la tendencia es a cargarnos con más tareas bajo la eufemística y perversa trampa de autogestión tecnológica. La burocracia afecta a todos los sectores laborales, pero con mayor intensidad a las profesiones vocacionales que ya no son las envidiadas, sino desde las que se envidia aquellos trabajos acotados a tiempos limitados. Esto ocurre porque son trabajos donde se produce un desdibujamiento entre vida y trabajo y las tareas, investigación y exigencias no pueden acogerse fácilmente a un horario, siempre exigen más, pero si a ello se suma la sobrecarga administrativa, los trabajos se vuelven interminables.

-Habla de que todo se ha convertido en una competición. En la televisión es así: la cocina, la música, la costura... nos queda la sensación de que el arte es medible...

-En un mundo digitalizado la cuantificación es un rasgo, un por defecto. Hoy todo precisa ser operacionalizado y ser convertido en números y datos. También las personas sufren este proceso bajo las lógicas mercantilistas que predominan en un marco tecnocapitalista. Se compite mucho mejor con un número que con un sujeto. Pero también se desarticula más fácilmente lo colectivo cuando los compañeros se ven como rivales. Esto se alimenta cuando muchos trabajos se convierten en una concatenación de concursos de productividad y promoción donde cada mínima ganancia está sometida a la defensa del currículum. Es frecuente vernos antes tribunales, comités y jurados como en esos programas que comentas, pero también con la sensación de vivir bajo un escrutinio permanente que lleva a la impostura y no a un trabajo significativo que pueda desarrollarse con concentración. Cuando el mercado es el que rige el valor, otros valores que nos importan entran en crisis. No es trivial que justamente aquellos de los que se ha ocupado el pensamiento y el arte sean señalados y cuestionados porque son los difícilmente encajables en las métricas que predominan. De hecho, pienso que el arte es de esos pocos contextos que se rebela claramente frente a esta cuantificación por defecto habitando la contradicción y lo complejo, parodiando y criticando esas inercias cuantificadoras.

“Muchas personas trabajan desde hace tiempo como esclavos de la tecnología”

-¿Se parece la cultura cada vez más a cualquier sector productivo donde solo importa la productividad?

-Es un riesgo que la cultura ceda a esta presión y que todo pase a estar docilizado y sometido a un producir “de cualquier manera”, menospreciando la importancia del “hacer con valor y sentido”. Cuando los trabajos de los que se espera una punzada estética, crítica o política, terminan llenando huecos de programación y despojados de alma contribuimos a una cultura del hacer vacío y al desapego de sus trabajadores.

-¿Se está profesionalizando el ocio?

-Una característica del capitalismo ha sido la rentabilización de cada faceta, hacer y tiempo humano. Allí donde se crea una necesidad, el primero que responde es el capital ofreciendo productos envueltos para ser consumidos sin que pierdas tiempo. Es la manera en que un ocio prefabricado empuja los tiempos de nada, los tiempos de contemplación y descanso, de improvisación y amistad, los de lectura o reflexión. Aquel “holgazanear por las esquinas” que Virginia Woolf reivindicaba como algo también necesario.

-¿Esa profesionalización del ocio está afectando de manera significativa a los destinos turísticos?

-No podemos convertirlo todo en producto, porque no todo puede ser vendido ni comprado. Hay cosas que nos pertenecen como humanos, nuestras culturas, nuestros saberes, nuestros pueblos... El turismo está siendo uno de los más dañinos mecanismos del capital. Cuando hasta un pueblo, una isla, una cultura se pone a la venta se corre el riesgo de vaciarla de sentido, de convertirla en decorado. Es lo que está ocurriendo en los centros de las ciudades y en los lugares de gran valor estético, natural o cultural, que los vecinos que conforman también (y especialmente) esa cultura en tanto forma de vida son empujados fuera de sus barrios para que los turistas se apropien temporalmente de los lugares. Pero nada nace de un habitar temporal ese lugar, nada crece salvo la cuenta bancaria de quien agota recursos de la misma manera que se agota al planeta.

“César Manrique me parece una inspiración y un ser imprescindible para esta época”

-Sobre las Redes se dice que cuando no se sabe qué producto venden es que el producto es uno mismo ¿Se está trasladando esto fuera de la vida virtual?

-Es una idea que atraviesa el capitalismo en sus distintas formas. En Internet es donde se aprecia más claramente pues bajo el espejismo de gratuidad de muchas redes y plataformas el intercambio de datos y tiempo nos convierte claramente en “el producto”. A distintos niveles esto vulnerabiliza a las personas pues se regala un valor que nos pertenece sin dar nuestro consentimiento o sin poder elegir libremente en tanto se convierte en inercia de época. Pero también se alientan formas de adicción que dificultan posicionamientos rebeldes y críticos con estas formas de habitar el mundo.

-En su conferencia en la Fundación César Manrique habló del cambio del horror al vacío al terror al vago. Sobre los jóvenes se dice que no quieren esforzarse o sacrificarse, ¿no es esto en cierto modo una buena noticia, una especie de rebeldía?

-En la conferencia planteé que hemos pasado del “miedo al vago” que nos inculcaron nuestros padres de posguerra (resaltando que lo peor que a la clase trabajadora nos podían decir es que no trabajábamos lo suficiente) a un “miedo al vacío”. Con esto último me refiero a cómo el mundo mediado por pantallas nos anima a estar siempre conectados y a no tolerar los espacios y tiempos vacíos. Lo vemos especialmente en los tiempos de tránsito o de descanso donde difícilmente se resiste encender las pantallas disponibles para estar “siempre mirando”. Es como si viviéramos un mundo de párpados endurecidos. La reflexión que planteas sobre los jóvenes creo que es compleja y no lo vincularía como la idea anterior. De hecho, me parece que como generación están especialmente unidos a este horror vacui de las pantallas.

“La burocracia afecta a todos los sectores pero más a las profesiones vocacionales”

-La mecanización no nos ha hecho más igualitarios, pero no quedará más remedio que repartir el trabajo, tendrá que ser uno de los asuntos esenciales en la agenda política, ¿no?

-Los avances tecnológicos han ido cambiando las formas en las que trabajamos y lo seguirán haciendo. Y ojalá la agenda política tuviera mayor responsabilidad y capacidad en estos cambios. Me refiero a que uno de los grandes problemas de las actuales transformaciones del trabajo es que están movidas y regidas por fuerzas monetarias y mercantilistas y no tanto por poderes elegidos democráticamente. Cuando las motivaciones son pecuniarias y no sociales, ni la igualdad ni la justicia social están garantizadas.

-¿Acabaremos trabajando nosotros para las máquinas como augura una de las distopías más recurrentes?

-Muchas personas en el planeta trabajan desde hace tiempo como esclavos de la tecnología. Desde las minas de extracción de minerales necesarios para su fabricación, hasta el entrenamiento de inteligencias artificiales o el ensamblaje de dispositivos. Esta parte camuflada de la tecnología como siempre nos mira, sin ser vista, desde el sur global y su esclavitud es paralela a la explotación del planeta. Pero también en el resto del mundo de manera cada vez más normalizada trabajamos para las pocas empresas que acumulan grandísimo poder económico y tecnológico, desde el suministro cotidiano de datos e intimidad. La manera en que esto nos pasa desapercibido tiene que ver con cómo nos acostumbramos a que la mayoría estemos mediados por máquinas o por personas que tienen que comportarse como máquinas para desarrollar sus trabajos. Ser conscientes de estos riesgos es un paso necesario para disentir y cambiar.

-Recordó a Simone Weil, que decía que una organización social es odiosa si nos lleva a compartimentos estancos. ¿La famosa polarización de la que todo el mundo habla es un síntoma de este tipo de organización?

-Pienso que tiene que ver. De un lado la cuantificación y operacionalización de un mundo convertido en datos favorece la homogeneidad. Quiero decir que para ser acotados en determinadas categorías que favorezcan el ritmo tecnocapitalista la diversidad es algo que se suele poner en riesgo. Lo vemos especialmente en la manera en que las redes tienden a articularse como grupos que se retroalimentan e internamente se parecen entre ellos. Nos unimos y desunimos por afinidad a golpe de ratón. Las lógicas precarias que alimentan estos vínculos no son ajenas a la polarización, al contrario, la insuflan. Bajo el predominio de una comunicación más emocional y superficial que reflexiva y profunda, es fácil caer en posiciones maniqueas que solo permitan el sí o el no, pasando por alto que el mundo es complejo, que el mundo está hecho de gradientes. Esa polarización además rema a favor de las posiciones más conservadoras pues son las que mejor se asientan en lo preconcebido y lo emocional. En este contexto, la advertencia de Simone Weil a la que aludía, me parece que tiene gran actualidad, pues hoy más que nunca tenemos la sensación de estar “activos”, pensando que progresamos, cuando en muchas ocasiones no hacemos sino “dar vueltas a lo mismo”, es decir movernos en compartimentos estancos. Como consecuencia puede alentarse la ilusión de prosperidad pero la estructura no hace sino favorecer desigualdad dificultando salir de situaciones opresivas como la pobreza o la violencia, por poner algunos ejemplos.

“Cuando las motivaciones son pecuniarias, la igualdad no está garantizadas”

-En su conferencia habló de la necesidad de una perturbación o extrañamiento que nos enseñe a ver. También citó a César Manrique, precisamente por esto. ¿César está más vigente hoy por ese empeño en enseñar a ver o por su humanismo y su relación con la naturaleza?

-César Manrique me parece una inspiración y un ser imprescindible para esta época. La manera en que describió muchos de los problemas que se han intensificado y estamos viviendo nos animan a buscar en sus reflexiones maneras propositivas que también pudo anticipar. Encuentro en su reivindicación de una necesidad de “enseñar a ver” una clara analogía con la demanda de un “extrañamiento” necesario para volver a ver lo que se nos ha hecho normalizado y cotidiano. Es un primer paso para la conciencia y la acción comunitaria que él proyectó no solo como compromiso con la vida y el planeta, sino como parte del gozo de estar en el mundo, de cara al mundo y al futuro, de manera crítica, inteligente, limpia, evitando el riesgo de resignarnos o desfallecer porque incluso cuando parece sentenciado el futuro “nunca está conseguido” y “nunca está decidido”. Ese margen para la actuación individual y colectiva es el grandísimo poder de una esperanza activa.

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