Museo Monzo: Rincón marinero
Monzo Hernández Rosa ha ido acumulando objetos del mar y antigüedades desde hace medio siglo
Lo dice un cartel en la puerta de entrada: Rincón marinero, junto a otro sobre el lugar que indica Barrio La Floría, porque sus antepasados, cuenta Monzo, fueron los primeros en llegar desde ese pueblo de San Bartolomé a esta zona de la capital, entonces inhabitada, y hoy encajada entre las calles Manolo Millares, Fajardo, La Inés y Coronel Bens.
Por si el cartel no sirve como indicativo, de la fachada cuelgan dos masas, una de chopa y otra inventada, más un ancla y una maroma en el piso, una hélice en el techo y una hamaca para gueldes que sobrevuela hasta la casa de enfrente. Es la entrada del Museo Monzo, como reza otro cartel, ya en el interior.
El espacio solo tiene libre un estrecho pasillo central. El resto lo ocupa la colección de objetos, artilugios, herramientas y antigüedades que Monzo Hernández Rosa ha ido acumulando desde hace medio siglo. “Empecé con 25 años, más o menos, siempre me han gustado las antigüedades”, dice.
La colección no siempre ha estado ahí. La casa familiar, donde estaba inicialmente, casi en el mismo lugar, se dividió en varias partes y el espacio ahora es más limitado. Hay objetos colgados, apoyados o sostenidos en las paredes, las estanterías y el techo. No sabe cuántos tiene y cree que los más antiguos deben de ser dos pesas, una de ellas de piedra, que pertenecieron a su abuelo, que vendía pescado salado.
Hay cosas de mar, pero también de tierra, advierte, aunque el porcentaje mayor es del primer tipo. Monzo trabajó como redero para la industria pesquera, siempre en tierra. Hay varias fotos que dan fe de ese trabajo, igual que los objetos son testigos mudos del pasado marinero de la Isla. Lo que tienen en común todos los objetos “es que todos han pasado por aquí”, por Lanzarote. Fueron o no fabricados en la Isla, pero aquí se usaron y aquí se quedaron.
Algunos los ha comprado en la chatarra, otros se los han traído y otros los recogió de fábricas o almacenes. Los limpia, los arregla o los viste. Ahora está colocando unos viejos faroles en un soporte de madera.
“Hay cosas de mar, pero también de tierra”, advierte, aunque el porcentaje mayor es del primer tipo. Monzo trabajó como redero para la industria pesquera, siempre en tierra
Hay de todo: una máquina para trabajar la chapa, emisoras de barco, timones, un cuentamillas, motores, una sonda, un radar, cartas de navegación para ir a Cabo Blanco, plomos de cemento, un artilugio para enganchar y lavar la corvina, una silla de barbero con un maletín completo de corte y afeitado, cámaras, proyectores, tomavistas, una gueldera, una caja fuerte para fichar en la fábrica de una conservera, sirenas, herramientas, aperos de labranza, lámparas, una máquina para petróleo, carburos, cocinillas, planchas, un tubo de los bomberos, molinillos, una máquina de café, yunques, radios de ruedas de madera, una pesa de la antigua pescadería, un escandallo, un mirafondos, una barrena de carpintero de ribera, sopletes... “A todos los que trabajaban en estas profesiones ya les dieron vacaciones”, dice riendo.
No tiene un objeto predilecto y no da más valor a unos que a otros. Sobre el hecho de coleccionar, dice que “es más la voluntad que la fuerza, la voluntad te obliga”. Eso sí, no vende. “Si lo vendo no me queda nada”, dice. Y añade: “Hoy todo es comprar y tirar”. Lo que no sabe es a dónde irá esta colección, porque no tiene hijos. “No sé que hacer”. Se le recuerda que hay un proyecto para hacer un museo del mar, donde podrían encajar muchas de estas cosas, pero duda de que salga adelante algún día.
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