El veterano pescador de 91 años de edad rememora su época dedicada a la captura de la sardina o el guelde en la orilla de Arrecife donde empezó a los nueve años
Casimiro Gopar, memoria viva de la mar
El veterano pescador de 91 años de edad rememora su época dedicada a la captura de la sardina o el guelde en la orilla de Arrecife donde empezó a los nueve años
Acaba de cumplir 91 años, pero no los aparenta. Mantiene una vitalidad y una memoria dignas de cualquier chiquillo. Casimiro Gopar (Arrecife, 24 de marzo de 1933) comenzó en el arte de la pesca a los nueve años siguiendo los pasos de su padre que faenaba en la orilla de Arrecife aunque oficialmente el enrolado no era hasta los 14 años, edad en la que se concedía la matrícula a los más jóvenes para embarcar. Se inició en la mar navegando en unas “gemelitas” dedicadas a la captura de sardinas y gueldes. Más tarde, el tren de pesca se fue ampliando.
Antes de embarcarse en la empresa familiar estuvo unos años en la escuela del Pósito. “Fui a los cinco años y a los nueve ya estaba yendo a la pesca con mi padre”, recuerda. Tras la faena, retomaba la enseñanza en el horario de tarde o por la noche, aunque poco más que el “manuscrito” se impartía entonces. “Mi padre me mandaba llamar para que le acompañara. Éramos siete hermanos machos y tres hembras. Cuatro varones trabajaban en familia, porque el más viejo embarcó a la costa”, rememora. El primer barco en el que faenó junto a su padre, el Buen Jesús, contaba con escasos cinco metros de eslora, adquirido gracias al dinero extra que había ganado como preparador de gallos de pelea. Tarea que realizaba entre febrero y marzo, mientras los cuatros hijos se dedicaban a la pesca de la sardina y el guelde en la pequeña embarcación.
En invierno se dedicaban a la pesca “del cordel” y en verano a la de la sardina. “De enero a abril era la gueldera, para la fula, la boga... Nos adaptamos a lo que la mar requería”, recuerda. En invierno llegaban hasta la zona norte de la Isla, en Órzola. Salían a las seis de la mañana de Arrecife “bogando hasta alcanzar Los Ancones”. Ahí cogían la carnada y comenzaban con la faena sobre las once de la mañana durante el resto de jornada y la noche, arreglaban el pescado para colocarlo ya limpio en las cuadernas del barco a fin de que se mantuviera fresco para su posterior venta y regresaban al día siguiente.
La venta se realizaba en la Pescadería, ubicada en la actual sede de la Delegación del Gobierno. Era considerada la “mejor de España”, según relata Casimiro. “Tenía muchas rejas. Contaba con cuatro puertas de acceso: este, oeste, norte y sur. La del sur permitía la descarga desde la misma escalinata de acceso. El pescado se lavaba con agua salada que acarreábamos en un balde”, recuerda. “Una tarde mi padre regresó con 300 o 400 kilos de sardinas, contaba yo con 10 o 12 años. Me dijo que llamase a Bartolo, el celador, para que me abriese la Pescadería y ponerlas a la venta. Así, fresquito desde el barco”. Era el único sitio donde se podía vender género fresco.
Existían también pequeñas lonjas donde se llevaba el pescado, pero ya seco. También solía repartir las capturas a domicilio, cuando se faenaba por la tarde y la Pescadería ya estaba cerrada. “Iba de casa en casa con un cesto al hombro repleto de pescado”. Más tarde, los puestos, “tableros” como se llamaban entonces, se pasaron a La Recova. “Todo lo que se pescaba se vendía, sobre todo, pescado negro: sardina, guelde, longarón, caballa, galana, safio, sargo, jurel...”, dice.
El segundo barco familiar, el San Francisco, de seis metros de eslora, se adquirió en La Graciosa gracias al subsidio que el progenitor cobró de sus hijos: 3.500 pesetas. Por entonces ya habían construido la fábrica de hielo en el antiguo muelle comercial, junto al Castillo de San Gabriel. “Comprábamos el hielo por bloques, lo poníamos en el leito y colocábamos el pescado en cajitas”. Recuerda también que en el esplendor de la pesca en Arrecife, en la época de las conserveras, vendían la salema a la fábrica que había al lado de Ginory.
Se embarcó en la pesca de arrastre y faenaba en el Vicentuco y el Alegranza
A los 24 años se casó y al año ya contaban con su primer descendiente: su hija María del Mar. Tenía dos meses de edad cuando marchó a la pesca de costa. “Cuando regresé caminaba y saltaba, pero lloraba porque yo era un desconocido”, dice. Tomó la decisión de no volver a Cabo Blanco. Se embarcó en la pesca de arrastre en la que a los ocho días ya podía estar de regreso en casa. Faenaba en el Vicentuco y el Alegranza, propiedad de don Aquilino Fernández. Cuenta el naufragio que cambió su vida: “Salimos un Viernes Santo a la pesca. Le decía al patrón que salir un Viernes Santo a la mar era mal asunto. El señor saliendo de la iglesia y nosotros por Puerto Naos”, rememora. Iba de contramaestre en el Alegranza.
Al día siguiente, al iniciar los preparativos para colocar el arrastre, se produjo la primera premonición: se rompió el eje de la máquina del cable para recoger el arte. Tras comunicarse con el armador del barco, este último les sugirió que si estaban próximos a Villa Cisneros navegaran hacia allá, donde les dijeron que no podían arreglarlo. Optaron por regresar a Lanzarote. “Navegando para Lanzarote, a las diez de la mañana, el barco empieza a hacer agua sin que supiéramos por qué. Delante iba el Vicentuco. Sentí el jaleo y me levanté. El barco ya estaba escorando hacia un lado. Me explicaron que habían tropezado con un tronco de madera. Lo primero que se me ocurrió fue ir a preparar el bote salvavidas, nueve tripulantes no sabían nadar, mientras tanto el patrón intentaba avisar al Vicentuco sin éxito”.
“El Alegranza se viró del todo. Todos se querían botar al salvavidas al mismo tiempo y tenía que convencerles de que no podían y de que regresaría a por ellos. Bogando para recoger al resto de los marineros se rompió un remo y tuve que ‘cinglear’ con un solo remo. Tenía 35 años y mucha fuerza. Subí a nueve y otros dos iban agarrados, afortunadamente apareció el otro barco y pude dejarlos a salvo. Volví para rescatar al patrón y a otro más que quedaba a bordo. Una vez que subieron al bote esperamos a que el Alegranza se fuera al fondo. Fue ahí donde me di cuenta de que, ciertamente, tal y como habíamos visto en las películas, el barco salió a flote para volver de nuevo a hundirse. Siempre me había preguntado cómo podía pasar eso. La explicación es que la cámara de aire que se forma lo eleva un poco para después bajar al fondo. Al día siguiente atracamos con el Vicentuco en el muelle de Los Mármoles. Todas las familias nos esperaban. Hubo quienes no volvieron a embarcarse”, recuerda.
Por el contrario, Casimiro continuó su dedicación a la pesca en calidad de contramaestre en el Vicentuco, que realizaba la travesía hasta Villa Cisneros para recoger las capturas del resto de embarcaciones y traerlas hasta Arrecife.
En el naufragio del Alegranza dijo que “salir un Viernes Santo era mal asunto”
Tras la venta del Vicentuco a un armador peninsular, el patrón le propuso que le acompañara en la travesía hasta la Península, pero al llegar a Gran Canaria le preguntó si no prefería quedarse como contramaestre del Tirma y Tamadaba. Dijo que sí y se quedó por aquellas tierras con su familia. A consecuencia de un par de accidentes domésticos, optaron por regresar a Lanzarote. Ya de vuelta a la Isla volvía a enrolarse para Cabo Blanco con sus hermanos. Faenaban con un pequeño barco en la pesca de costa. Como todo les “fue bien”, pudieron comprar uno más grande de 13 metros de eslora, la Marisa, de La Graciosa. Hasta que regresaron a Lanzarote para volver a sus orígenes del pescado fresco en la mar de barlovento.
Vendieron el barco en junio de 1974. Decidió entonces quedarse definitivamente en tierra y con la parte que le tocó de la venta de la Marisa se hizo con un pequeño barco propio, la Carmina, de cinco metros de eslora. “Hice una gueldera con un alambre para la fula y la boga. No dejaban otra pesca”. A los dos años abrió la pescadería El Roque. Al frente de la misma estaba su mujer. Al principio tenía que llevar las capturas en guagua. “No me quedó más remedio que sacarme el carné”.
De esa época tiene otra curiosa anécdota: El barco se quedaba fondeado con la gueldera dentro en la Pescadería. En un temporal, la embarcación se vino para la orilla y ni corto ni perezoso se lanzó al agua para salvarlo del choque contra el muro. “Estuvo aguantando remo sobre remo hasta que amainó un poco”. Salvó el barco, pero se llevó una reprimenda de su mujer: “Tú estás loco, mira que botarse con el temporal. Que le den al barco”, le espetó. Afortunadamente era un buen nadador, tanto es así que no había fiesta de San Ginés que no faltase en la travesía a nado y la cucaña.
También probó la pesca de cerco con sus hermanos hasta que llegó el momento de jubilarse a los 63 años, aunque siguió trabajando en la mar hasta los 65 años. Tras la jubilación comenzó a dedicarse a las regatas con la Carmita o a fondear en Papagayo con el fueraborda. “Ahora estoy feliz. Mi mujer hace tres años que se fue y vivo con mi hija María del Mar”. Entre nietos y biznietos suma 21, a los que relata sus andanzas en la mar. Cuenta con una salud de roble y una gran agudeza visual y de reflejos como pocos de su edad que le han permitido renovar el carné de conducir por dos años más. En su coche baja todos los días a Arrecife desde Costa Teguise para contemplar el mar desde la Pescadería, un paisaje que tantos recuerdos le trae a la mente y donde suele conversar con viejos amigos de la pesca, a la que ha dedicado una vida entera.
Comentarios
1 De tierra Lun, 29/04/2024 - 15:54
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