“La pesca en el Sáhara está enganchada en las redes de la colonización de África”
Inés Caraballo Medina, autora de ‘Tirando de la liña: entresijos de la pesca lanzaroteña en La Costa (1406-1937)’
Los recuerdos le nacen a Inés Caraballo Medina arropados por una casita blanca entre las salinas y el mar, en el pueblo sureño de Berrugo. Y aunque los menesteres de cabotaje portuario del padre mudaron a la familia al barrio arrecifeño de La Vega siendo ella niña, los veranos transcurrían con el abuelo en aquel escenario mágico, asoleado y empapado en maresía, que ha dejado una profunda huella en su identidad y en su memoria: “Yo creo que soy como soy porque nací en aquel lugar. Pienso que no hay ninguna universidad que te enseñe lo que te enseña la naturaleza. Mira, vivíamos en un sitio a donde venía a desovar el pescado, veíamos a los pulpitos salir, era virar una piedra y ver una cantidad de cangrejitos, de gusanos, de huevas pegadas a la roca... Quien no ha vivido en una orilla así no sabe lo que es la riqueza”.
También de aquel tiempo guarda el aroma a madera del tallercito del abuelo, donde igual se reparaban barquillas de pesca que pupitres colegiales. “Quizá -medita- de ahí venga esta afición mía por la ebanistería, que me llevó a apuntarme, con casi 60 años, en la Escuela de Artes y Oficios”.
La evocación de la vida en Arrecife la inicia un hito de la niñez, la primera comunión, que hizo con siete años, y los distintos pasos de la formación que se ofrecía a las chinijas de entonces y que, en su caso, se amplió hasta culminar la enseñanza secundaria, en un periplo por distintos centros educativos. “Aunque mi generación fue la que estrenó la escuela General Franco, que hoy se llama La Destila, al cabo del primer curso mi madre nos apuntó a mi hermana y a mí en la Academia, un nombre muy rimbombante que siempre me ha hecho gracia, pues no era sino un almacén con maestros, algunos de los cuales ni habían terminado Magisterio. Pero allí nos prepararon para el acceso al bachillerato. Mi madre decidía esas cosas: con mi padre embarcado, casi sin vacaciones, nos criamos en un matriarcado”, afirma con tono orgulloso. Y un recuerdo tira del otro, para relatar con sonrisa maravillada, casi incrédula: “Nosotras aprendimos a escribir con pluma y tintero. Y como soy gemela, siempre lo digo, nunca tuve un lápiz para mí, porque mi madre compraba uno y lo partía en dos”.
Tras finalizar la formación en el Instituto viejo, llegó la hora de pensar en el futuro para la joven Inés. En casa insistieron en aquel subterfugio de la época que llamaban “sus labores” y que conducía inexorablemente a una vida de reclusión en el hogar y de dedicación exclusiva a la familia. “Pero yo dije que ni hablar del peluquín, que yo lo que quería era aprender a escribir a máquina. Me metía debajo de la cama y mi madre jalaba de mí para sacarme. Al final me salí con la mía y aprendí con doña Hortensia, en la academia de mecanografía que estaba en el edificio que han rehabilitado frente a la Iglesia de San Ginés. Y como a mi padre le dio un trombo, me puse a trabajar con 14 años, siempre en oficinas, hasta la jubilación”.
Una mente inquieta
La pregunta sale sola, incontenible, unida a la imagen de una Inés de dedos ágiles, apartándose los rizos rebeldes de la cara y tecleando en Olivettis y, más adelante, en ordenadores. ¿Tal vez el hábito de la escritura, el manejo del lenguaje y el familiar sonido de las pulsaciones se hicieron cauce para su acercamiento inicial y su posterior trayectoria literaria? Ella responde agitando las manos y arrancando destellos a una enorme sortija verde con forma de corazón.
“Diría que tengo una mente artística, inquieta. Me gusta mucho la música, la poesía, la pintura, de siempre. No es mirar por mirar: yo contemplo. Con la literatura me inicié escribiendo cuentitos para leer a mis hijos y luego a mis nietos, que todavía se acuerdan. Luego empecé a escribir, fíjate tú, por una cosa tan tonta como que un día vinieron tres personas mayores de La Degollada a pedirme que les hiciera un poema para su pueblo; eran los tiempos de la polémica por la instalación de la machacadora y los vi tan desamparados que no pude negarme”, confiesa.
“Las semillas tienen memoria, han pasado la misma sed que nosotros”
Entonces, lo que pudo ser puro compromiso con una reivindicación que compartía y acompañaba tras las pancartas, se convirtió en la semilla que engendraría su primer libro. Porque, aunque ya había publicado algunas poesías en medios locales, la inmersión en la historia de La Degollada le abrió las puertas a una tarea mucho más grande. “Quise llamar la atención sobre los pueblos pequeños, que también pertenecen a la Isla, a los que no se puede ignorar, porque su gente ha participado en la historia de Lanzarote igual que los habitantes de los pueblos grandes y de las ciudades”.
La pasión de Inés transforma su palabra en verso cuando asegura que “los hombres y mujeres de los pueblos pequeños también han tenido que ir al frente, también han tenido que pasar hambre, también han tenido que cultivar la tierra y han trabajado por esta Isla igual que el resto. Hay gente en La Degolllada que fue a la guerra de Ifni y a la Segunda Guerra Mundial”.
Así, sumergida en archivos, buceando en el pasado, entrevistándose con los vecinos y vecinas de la localidad sureña de más edad, se hizo escritora. “Sin querer”, asegura. Y de esta manera nació, en 2018, La Degollada en el valle de Fenauso.
Después vendría, en el año 2020, La vida en los llanos pedregosos de Rubicón, editado por el Servicio de Publicaciones del Cabildo de Lanzarote para la colección Cuadernos Etnográficos. La obra le supuso a su autora más de tres años de investigación y la recogida de testimonios de personas y lugares que forman parte de su mapa personal más íntimo.
“Allí transcurrió mi niñez, así que, antes de escribir el libro, ya tenía el material en la cabeza. Conocía a la gente que vivía en los cortijos, a sus familias, a los últimos habitantes de Papagayo, a los últimos medianeros; sabía quiénes eran los pastores porque me tropezaba con ellos”, relata.
De este segundo trabajo de Inés Caraballo se ha dicho que rinde homenaje a los pobres. Y ella confirma la percepción sin atisbo de duda: “La nuestra es una historia de pobreza, no es una historia de ricos. Los ricos eran cuatro, y abusadores. Cuando en las entrevistas me hablaban del cortijo de La Punta, me hablaban del amo, así, literal. De Jaime Lleó. Y yo preguntaba: ¿El amo de qué? El amo de la tierra. Así era, y lo sé porque lo he vivido”.
Una isla en otra isla
El aislamiento del sur de Lanzarote, que señala el libro con dedo acusador no exento de lirismo, era consustancial a las rutinas diarias de sus habitantes, hasta el punto de que había más contacto con Fuerteventura, a la que se llegaba en barco, que con la lejana Arrecife. “Tenías que esperar a que alguien te llevara, que eran dos camioncitos lo que había; y la guagua de las seis de la mañana, que tardaba horas en llegar. Así que la gente iba a la isla vecina a hacerse las botas de trabajo, a hilar la lana, a curtir el cuero; y los de Fuerteventura venían aquí a buscar la sal”, dice. También, que la carretera de Yaiza a Playa Blanca estuvo sin asfaltar hasta los años 70: “La gente sabía que venía Cristóbal porque veía la polvacera del camino”.
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La escritora, durante una charla en el encuentro de fotografía Veintinueve Trece. Foto: Gerson Díaz.
“No hay ninguna universidad que te enseñe lo que te enseña la naturaleza”
Otras escenas de su memoria son distintas y la llenan de orgullo de la patria chica, como el interés científico que despertaba Berrugo, por la riqueza de su litoral y por las lajas blancas de la orilla, que fueron fondo marino hace muchos siglos: “Venían con sus herramientas, estudiaban los caracolitos, cernían la arena de los barrancos y hablaban con nosotros. Estábamos sobre los territorios paleontológicos más antiguos de Lanzarote”.
Y de repente, aquella franja de costa cobró una dramática relevancia al convertirse en objetivo de la especulación urbanística, la presión turística y la ambición empresarial. Y a pesar de las voces de alarma de sus moradores, de la implicación de los colectivos ecologistas y de las manifestaciones ciudadanas, el pequeño paraíso de Inés quedó borrado del mapa, en uno de los episodios más vergonzosos de la historia reciente de la Isla.
“Todavía me da algo cuando hablo de esto. Yo no he visto una tela de araña mejor tejida que la que se urdió en Berrugo, ni rejos como el del más grande de los pulpos, que llegan a cualquier sitio, y que me convirtieron en okupa en mi propia casa. Las leyes no están hechas para defender a los pobres. Porque tú, un pobre jornalero, ¿qué sabes de planes parciales? Pero algún día se sabrá verdaderamente qué pasó, porque ahí participó todo el mundo y el silencio se impuso alrededor de todo aquello”.
Levanta el mentón y sus ojos, anidados en un rostro bello y sereno, se encienden cuando afirma que, “si protestas, te llaman perroflauta o peluda mariguanada. ¿Y sabes qué te digo? Que estoy orgullosa de serlo, porque en los perroflautas hay una conciencia social que no tienen esos cuatro que van a acabar con la Isla. Y no son extranjeros, que es lo que duele”.
Inés reivindica el trabajo de diagnóstico realizado hace veinte años, cuando se predijo lo que pasaría con las carreteras, con la vivienda, con el turismo masivo, si se avanzaba en un crecimiento sin planificación. “Cuando vas a recibir visita, lo primero que piensas es, ¿tengo habitación? Pues un alcalde tiene que pensar si puede prestar servicios a esas quinientas mil personas que nos llegan de repente”. Pero, aunque asegura estar “con la esperanza perdida”, sus palabras la desmienten al referirse a “ese proyecto de Medio Ambiente del Cabildo, que ha tenido un premio en Roma por las semillas nuestras”. Porque a su juicio, ese es el camino que hay que seguir: “Lanzarote puede ser el modelo para el cambio climático, para lo que viene. Las semillas tienen memoria, han pasado la misma sed que nosotros y que nuestra tierra. Y ahora mismo se tendrían que estar reproduciendo los árboles de Lanzarote, que aquí, aunque no lo parezca, hay muchas variedades de guayabos, hay durazneros, hay árboles que están acostumbrados a temperaturas extremas y a sequías prolongadas”.
También se refiere al agua, al sistema de aljibes, a las alcogidas, nateros y gavias, a cómo los antepasados fueron capaces de hacer obras a partir únicamente de la observación de la naturaleza y de la intuición. “A nadie se le ocurría hacer un aljibe en un cerro, se buscaba que el terreno tuviera una cierta inclinación porque el agua tenía que correr, y no eran ingenieros”.
Tirando de la liña
La libreta con el cuestionario lleva un rato bostezando, olvidada sobre la mesa, mientras la conversación con Inés Caraballo se despliega y aborda cualquier asunto no previsto, pues su sabiduría contiene respuestas a todas las preguntas, incluso a las no enunciadas. El tiempo transcurre y cuesta retomar el hilo de una entrevista destinada inicialmente a tratar de la inminente presentación de su más reciente trabajo de investigación, Tirando de la liña: entresijos de la pesca lanzaroteña en La Costa (1406-1937).
Con este nuevo trabajo, Inés Caraballo rinde homenaje a los pobres
Y de nuevo la escritora desafía cualquier barrunto previo cuando adelanta: “El libro no va de la captura del pescado, aunque sea un homenaje a los costeros, pues no podemos ignorar que Arrecife ha crecido gracias a los pescadores. El libro trata de desenmarañar los nudos de un asentamiento en la costa occidental de África, que perteneció al Señorío de Lanzarote y Fuerteventura y que hoy pocos recuerdan: Santa Cruz de la Mar Pequeña”.
Y de ese deshilar la historia e indagar sobre aquel territorio, inextricablemente vinculado a las pesquerías del Archipiélago, nace una obra enciclopédica de enorme valor para estudiosos y aficionados a la historia canaria. En su introducción, la autora aclara que “no siempre hablar de la pesca es citar nombres de barcos y de pescadores. La pesca en la costa sahariana está enganchada en las redes de la colonización de África y en los grandes intereses comerciales de las naciones europeas”. Y como dice la arqueóloga María Antonia Perera en el prólogo, “Inés pone a nuestro servicio sus textos y valoraciones, porque ella sabe lo que no sabemos, que hemos olvidado la Costa”.

















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