Ana Carrasco

Viajar lento

Vivimos obsesionados con el tiempo, y no el atmosférico, que también. Vivimos en un sinvivir, perseguidos por la velocidad del hacer, acosados por la falsa necesidad de acometer en un instante casi todo. Construimos nuevas carreteras para llegar antes a un sitio, viajamos en avión para aterrizar en el menor tiempo posible en nuestro destino, utilizamos autopistas para reducir al máximo la duración del viaje. Y también es así en otras ocupaciones de nuestras vidas: un café rápido, una compra apresurada, un baño breve, un WhatsApp... que así no hablo tanto.

Vivimos en el sinvivir del ¡uf, que no llego!, el ¡no tengo tiempo para nada!, además de unos cuantos imperativos, ese ¡venga! que significa 'deprisa'.

Y se nos pasa la vida.

Nos gustamos activos, ágiles, diligentes, dinámicos, veloces, raudos... ¡Para ya, Ana!

La forma de viajar durante estas vacaciones de verano me han dado la oportunidad de reflexionar sobre ello, y sólo porque decidimos viajar en barco y no en avión. Debo confesar que al principio me asustaba: muchas horas encerrada, oleaje, mareo, biodraminas en abundancia, etc. Sin embargo, la experiencia fue grata; es más, debo decir que hasta relajante y somnífera. 36 horas para leer, dormir, dibujar, pensar, mirar el mar, todo ello aderezado por un ligero acunamiento marino y la ausencia de cobertura teléfonica. ¡Qué bien no mirar el móvil! ¡Qué vacaciones tan bien empezadas!

Y, luego, nada de autopistas, solo carreteras secundarias, carreteras amables y poco transitadas, flanqueadas por árboles, que te acercaban amablemente al destino elegido. Ver y conocer despacio, sin prisas. Viajar lento para honrar al cuerpo-mente y a la madre naturaleza.

La vuelta a la isla fue otra cosa. Viajé en avión, que se traduce en: llegar al aeropuerto con dos horas de antelación para facturar, colas ante los mostradores y azafatas estresadas que informaban, a gran velocidad de locución como si estuviera en llamas el aeropuerto, qué destinos tenían prioridad para facturar y número de mostrador al que acudir. Luego el acceso al control de seguridad, el lector que no leía la tarjeta digital en el móvil; y seguidamente órdenes cuasi militares: fuera el reloj, nada de líquidos, bandeja para una cosa, bandeja para otra. Todo deprisa, y empiezas a creer que llegas tarde a tu puerta de embarque. Y no.

Por fin, dentro. El histerismo colectivo se nota, vamos deprisa buscando la primera pantalla informativa, y bajo este histerismo incitado hay alguno, maleducado gritando a su móvil que manda a su madre, al otro lado del teléfono, 'a Oropesa a airearte el coño'. Fila interminable para entrar en el avión, en una mano la tarjeta de embarque impresa porque el móvil inteligente no funcionó, y en la otra el carnet de identidad. Ya en el avión te incomodas en tu asiento y te encoges todo posible para reducir tu cuerpo, cual contorsionista, al diminuto espacio que queda entre ventanilla y el otro pasajero. Y en esa desesperación social, cuando aún no era la hora exacta de salida, sino un minuto antes, otra grosería se lanza al aire: ¿qué coño pasa que el avión que no sale...nos están ocultando algo? Miro a la mujer que grita desesperada y señalo mirando el reloj que vamos en hora.

Replegada en mi asiento, con 0,12 toneladas de CO2 de mala conciencia, sueño con el viaje en barco y un planeta más sostenible.

Comentarios

Te recomiendo que leas el libro " Elogio de la lentitud " de Carl Honoré.
Deliciosa y certera reflexión sobre el incomprensible tiempo en que vivimos. Y renacidas ganas de un viaje en barco de 36 horas!
Me encanta Ana! yo me apunto a la slow-life también! ;-)

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