Santo de mi devoción
La fiesta siempre ha sido santo de mi devoción. Cada uno se divierte como quiere y puede, y en algunos puntos del mundo, como la seguridad lo permite. Libertad a medias.
Desde muy joven me gustaron las grandes fiestas como el Carnaval de Barranquilla, incluido su Carnaval de las Artes, y conciertos de alto vuelo con duros de la salsa que tuve el privilegio de disfrutar con familiares y amigos. También me gustan otras celebraciones de menor dimensión donde el compartir el espacio público con respeto sigue siendo una gozada.
Recuerdo un encuentro cultural con música de gaita y otras expresiones del folklore de la tierra en la plaza de un pequeño poblado del Caribe colombiano llamado Tolú Viejo. Allí conocí a un maestro escritor de la crónica literaria como lo fue David Sánchez Juliao, narrador ya fallecido.
Las celebraciones de pueblo tienen su encanto especial. Menos masificadas y por tanto la circulación es mucho más cómoda, pero sobre todo ofrecen la oportunidad de interactuar con gente de distintas culturas y sensibilidades, que traduce aprender haciendo cursos intensivos en la universidad de la calle con máster y doctorado y con matrícula gratis.
Con mi hermano Edgardo, un enamorado de Lanzarote que ya nos ha visitado dos veces a pesar de tener movilidad reducida, no fueron pocas las veces que nos escapamos a pueblos cercanos a Barranquilla para disfrutar de lo lindo: que si el festival de la butifarra en Soledad, la tierra del gran músico Pacho Galán, creador del Merecumbé, el ritmo que combina cumbia y merengue, que si el festival del chicharrón en Baranoa o el de la arepa e huevo en Luruaco, puros sabores, fiesta y convivencia, y un poco de grasa también.
Uno de esos dos viajes a Lanzarote coincidió con las fiestas del Carmen de Playa Blanca. Allí nos plantamos en el centro del pueblo para disfrutar de la actuación del cuerpo de toque y baile de la Agrupación Folklórica Rubicón de Yaiza, que dio pie a hablar en un chiringuito, entre carne de cochino, papas arrugadas y vino, sobre folías, seguidillas, malagueñas y otras manifestaciones musicales de Canarias.
Siempre defiendo en coloquios sobre inmigración que las fiestas populares son un espacio cercano que facilita la integración. Es lo que tiene la fiesta, ayuda a unir a gente que llega de otras latitudes, que casi sin darse cuenta empieza a cogerle el gusto a la cultura e idiosincrasia del lugar de acogida y su vecindad. Hablo por mi experiencia personal y la de algunas familias conocidas.
Aunque estuve trabajando, este sábado me di un banquete maravilloso de alegría en la romería del pueblo de Uga. No hacen falta platos gourmet, ni licores costosos, ni siquiera ser creyente o cuestionar la fe de las personas, sobra con la amabilidad de la gente, con la interpretación sentida de la música, con la exhibición del folklore de Canarias que corre por las venas, con la alta participación y el buen comportamiento de los jóvenes, con la sonrisa de familias enteras llenas de optimismo, con el tiempo de parranda que nos regalan mujeres y hombres trabajadores dedicados a la agricultura y ganadería con rostros castigados por el sol que dejan de lado el cansancio para ser hospitalarios. Así sí, que vivan las fiestas.
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