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“Yo no hablo con las plantas, son ellas las que hablan conmigo”

Fue uno de los primeros trabajadores de la Cueva de los Verdes y el que plantó y cuidó las plantas en las obras de César Manrique 

Saúl García 0 COMENTARIOS 19/12/2025 - 07:03

Feliciano siempre se quiere ir, pero permanece. Como las plantas, que aunque muevan sus ramas, sus hojas o sus flores, no pueden abandonar sus raíces.

En realidad, Feliciano Luzardo Viñoly (Haría, 1934) se llama Marcial. “Vine a saber que me llamaba Marcial cuando me citaron del cuartel”. Sus padres nunca le dijeron que se llamaba así hasta que llegó la citación para que se presentara al servicio militar. “Vino uno con la papeleta y le dije: mire, yo no soy esa persona, yo me llamo Feliciano”. Pero resulta que sí, que se llamaba Marcial aunque ni su madre se lo había dicho: “Eso fue tu padrino que fue testigo, te puso Marcial porque le dio la gana”, le explicó su madre.

Algunos también se refieren a él como “el jardinero de César” porque plantó y cuidó todas las plantas de Taro de Tahíche o de Jameos del Agua. Fue una de las cabezas que aparecía en Las Manos, el documental de Miguel G. Morales que retrataba a los trabajadores que hicieron posibles los Centros. Feliciano sí es ese hombre al que le preguntaban si hablaba con las plantas y él respondía, y responde aún, que no, que eran las plantas las que hablaban con él, pero antes de eso pasaron muchas.

Sí que recuerda, aunque han pasado más de sesenta años, el primer encuentro que tuvo con César Manrique, un día que volvía de La Graciosa con Pepe Dámaso. Feliciano ya estaba trabajando entonces para el Cabildo, y a los dos pintores les llamó la atención algo que tenía en los pies. “No me quitaban los ojos, miraban para mí, yo miraba para los pies y decía, si no tengo nada...”. Lo que tenían era unas soletas hechas con neumático de coche y enlazadas con unas correas.

Dámaso le preguntó quién le había hecho esos zapatos. “Aquí en el pueblo todos tenemos un calzado de estos, que lo hacemos nosotros mismos”, le dijo, y Dámaso le pidió que le hiciera unas para dar una sorpresa esa misma noche, pero Feliciano le dijo que hacía falta tiempo, que se les haría la semana siguiente. Le advirtió que para caminar con ellas había que adaptar antes el pie. Se las hizo, se las dio y acertó en su advertencia. “Ellos querían llevarlas al Casino pero ni llegaron de las ampollas que les hizo”, dice.

Feliciano había empezado a trabajar en el Cabildo en 1960, el mismo año que entró Pepín Ramírez como presidente y en cuanto se creó Vías y Obras. Su primer trabajo fue en la que se puede considerar la primera obra turística en la Isla: la carretera que une Ye con la Batería del Río. El Cabildo quería sacar piedra de una finca, él estaba por allí, le preguntaron, habló con el dueño y le ofrecieron la posibilidad de trabajar para el Cabildo. Por dos semanas de trabajo le dieron 250 pesetas, la mitad de lo que solía cobrar, dice.

“Yo con esto no trabajo, no cuenten conmigo”, le dijo a Domingo Pérez Parrilla, que fue a hablar con Luis Morales, que era el capataz, que le aumentó un poco el sueldo. Entre eso y lo que le dijo su mujer, que era “un trabajo más fijo”, se convenció a sí mismo para volver. Esa fue la primera vez que se quiso ir, pero se quedó hasta el año 1999.

“Esta es la persona que va para la Cueva”,  dice que le escuchó decir a Jesús Soto. Se refería a él. “Yo no quiero mucho cambio”, dijo, pero fue a la Cueva, aunque tenía que bajar en bicicleta desde Guinate. Era un lugar que conocía desde joven, había entrado allí y no le daba ni miedo ni vértigo. Y allí se vio picando piedra, algunos días él solo, sin nadie alrededor. “Como trabajábamos nosotros no trabaja nadie”, recuerda hoy. Dándole al marrón, sin casco... “Tuvimos suerte, es una cosa que no la cree nadie”, explica. Dice que le dejaban allí solo con una lámpara de  carburo “y cuando yo daba marrón para abrir un paso, el eco del marrón me apagaba la luz”.

Feliciano, como todos, fue aprendiendo de César, de su arte y de su mirada

Estaba trabajando un día en esas condiciones, tenía que ser sábado, cuando aparecieron por allí el presidente del Cabildo, el vicepresidente Álvarez, Morales y Soto... Ellos se asustaron con el eco y me dicen, ¡estás loco, no ves que estamos aquí! Y entró en cólera, soltó un improperio, “les dije una palabra fea y me fui para mi casa”, dice. Otra vez a casa.

“Si en esa época se cae una piedrita, ¿quién me coge a mí allí?”,  dice hoy. Lo que le sentó mal es que le dijeran que ellos estaban allí, como si él no estuviera también. Unos días después le dieron recado por un vecino de que el presidente quería hablar con él. “El recado que me trae se lo lleva porque yo no voy más, no me interesa más”, le dijo. 

Pero de nuevo volvió. Primero fue a hablar con Luis Morales en el Parque Móvil y luego con Ramírez en la Casa Amarilla. “Mire, maestro Luis, fue la palabra que usted empleó, que ustedes estaban allí, ¿y yo no estaba? Porque ustedes estaban fuera de peligro pero yo sí estaba en el peligro”, le dijo. “Yo no sabía que eran ustedes”, le añadió al presidente, que le reconoció que no lo habían hecho bien.

“Es que estuve muchos días solo, no sabía a veces ni qué hora era porque tenía el reloj fuera, donde tenía el almuerzo y yo salía de adentro de la Cueva para ver qué hora era. Estaba diez horas allí, en la galería de arriba, haciendo un pasillo por donde se pasa hoy, y ahí perdía el sentido del tiempo”. 

Y pusieron más gente a trabajar. “Por lo pronto, mañana tiene un hombre al lado de usted”, cuenta que le dijeron. Dice que la Cueva “se hizo todo solo en nueve meses”, y terminaron a finales de 1963 trabajando nueve personas, contando dos electricistas. Mientras trabajaba encontró 153 monedas de oro y un collar, que entregó y que dice que “62 años más tarde”, no sabe dónde están.

La jardinería

Cuando acabaron las obras, al menos para él, las de la Cueva y las de Jameos, porque también trabajó en Jameos, Feliciano empezó en la taquilla, cuya labor incluía hacer la limpieza cuando cerraba el bar y regar las plantas. Y había días, dice, que algunos como el teniente o el delegado del Gobierno, se quedaban allí de amanecida. Y Feliciano esperando, sin descansar. Y además de jardinero y de taquillero, hacía de guía de la Cueva, si hacía falta, o de encargado del motor. “Yo hice todos los trabajos”, resume.

Y claro, de nuevo pasó lo que tenía que pasar: “Le dije a Soto, mire Jesús, mañana no cuente conmigo, yo voy al médico que no me encuentro bien, y si acaso busquen otro que yo tal vez no venga más”.

“Las plantas de Jameos las tenía yo como si fueran un reloj”, explica Feliciano

Para entonces, porque tenía un don natural y un interés, ya se encargaba de las plantas. A tratar las plantas le enseñaron las propias plantas, la tierra y la luz. Observación pura. Si veía una planta triste, la cambiaba de sitio, si seguía así, le cambiaba la altura hasta que la planta encontraba su lugar exacto o su ventilación idónea. “Las plantas de Jameos las tenía yo como si fueran un reloj”, explica.

Dice que no están todas las plantas que hubo en su día, que algunas se han perdido, y que la mayoría de ellas las fue pidiendo por las casas de Haría, de Máguez... “Si veía una planta que me gustaba, preguntaba si no me daban un esquejito, lo plantaba en mi casa y cuando la plantita ya estaba grande, ya fuera una helecha o un filodendro, las llevaba. Dice que a César lo que más le gustaba eran los cactus y que él prefiere los geranios.

César

Y así, cuando César empezó a hacer su casa en Taro de Tahíche, hoy sede de la Fundación, le preguntaba que dónde había encontrado tal planta o tal otra, y Feliciano acabó plantando el jardín entero, de la casa de Tahíche y también, mucho después, de la casa de Haría, y de paso, porque le llamó un promotor inglés, de Lago Mar. Pidió una excedencia y volvió para el Castillo de San José. “No quiero otra persona aquí más que Feliciano”, dice que decía César sobre los jardines, porque se fiaba de su criterio. “Que nadie toque una planta sin su permiso”, ordenaba.

Feliciano, como todos, fue aprendiendo de César, de su arte y de su mirada. “Yo miraba los colores, las piedras, el suelo y más o menos iba combinando, lo observé como si fuera un libro que él me estaba explicando, y entonces aprendí”. Pone como ejemplo el mural que hay en la FCM “¿Y yo qué hago?”, se preguntaba Feliciano. “Pues hice como el mural, pero de plantas, casi con los mismos colores”.

Jardín

Para Feliciano, las plantas eran como sus hijos. Hasta soñaba con ellas. Las ponía a la altura adecuada, con la luz adecuada, les preparaba una especie de turba, porque no había turba, con aulaga seca y espinos, que mantenía la humedad. Lo fue descubriendo poco a poco, “intentando trabajar poco haciendo mucho”. Así, no es raro que alguien le preguntara una vez si era el que decían que hablaba con las plantas. “No, señor -le contestó- ,yo no hablo con las plantas, son ellas las que hablan conmigo”. 

Pidiendo esquejes y cuidando a sus hijos, Feliciano ha acabado teniendo un pequeño jardín botánico en Máguez. En la entrada de su casa tuvo que poner un portón porque entraba mucha gente a verlas. Tiene plantado un cactus en una concha, un pampaur, una flor de Pascua gigante que se ha salido del tiesto, la que llaman la peseta “porque da suerte”... “Dicen que es delicada, pues yo la tengo en el suelo, sin maceta”. “Será que las riego con gusto”. Dice que no quiere riego automático, que más vale lavarlas bien que regarlas bien “porque si te duchas, no te duchas solo los pies”. “Les echas aceite dulce, pasas un algodón y te ves reflejado en las hojas”. Y enfrente de su casa, tiene otra casa abandonada, solo en el sentido de que no viven personas, pero sí la habitan plantas.

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