Cierra después de cuatro décadas

Adiós a La Ribera, el bar más veterano del Charco

José Ramón Arbelo, en la Ribera. Foto: Felipe de la Cruz.
Saúl García 0 COMENTARIOS 07/08/2016 - 07:26

José Ramón Arbelo (La Isleta, 1938) tiene un hoyo en su muslo derecho, y no es de nacimiento. Se le fue haciendo poco a poco, por el empuje de la palanca de cambios de un camión americano cuando trabajaba en Port Ettiene (Nuadibú, Mauritania) para los franceses. Transportaba hierro entre esa ciudad y las minas y atravesaba 1.400 kilómetros de desierto en una pista de tierra.

Después de 22 años allí volvió a Lanzarote y montó un taller de chapa y pintura en Puerto Naos, pero los trabajadores no se llevaban bien, así que cerró y se buscó otra ocupación. Fue entonces cuando se le ocurrió montar un bar, y abrió La Ribera en una esquina del Charco, a principios de 1975, cuando no había ningún otro bar a excepción de Casa Ginory a unos metros, cuando el Charco no era como es ahora el Charco, el centro de la restauración de la ciudad, y Arrecife no era como es Arrecife.

La pasada víspera de San Juan, La Ribera cerró después de 40 años. La nueva Ley de arrendamientos urbanos y las disputas con la propietaria del local han llevado al cierre del bar más veterano del Charco, precisamente en el mayor momento de esplendor de la restauración de la zona. “Yo cuando entré allí, estaban sólo las cuatro paredes”, asegura Pepe, que desde hace años ya no llevaba el bar, que regentaban dos de sus hijos, de 48 y 42 años, y abría los 365 días del año. “El más chico ni tiene paro porque es autónomo; si a mí me duele esto es por ellos no por mí”, asegura.

La nueva Ley de arrendamientos urbanos aboca al cierre al bar más antiguo del Charco en el momento de mayor esplendor de la zona

La historia de los desencuentros o pleitos con la propietaria del local es casi tan antigua como el bar. El primer problema fue dos o tres años después de abrir “porque lo quería para el hijo”. Arbelo ganó el juicio. El local era de un antiguo compañero de trabajo en África, que falleció en los años setenta: “Cerré el bar tres días por luto”, dice. Después reformó el bar  y tuvo otro juicio más, que también ganó, y otro más por impago, que volvió a ganar “porque yo había pagado”.

Finalmente, lo que no pudieron los juicios lo hizo posible la nueva Ley, que entró en vigor en enero de 2015 y deja a los propietarios la capacidad de no renovar el alquiler. Cuando abrió La Ribera, en el Charco no había paseo, pero sí una playa, y cientos de trabajadores que pasaban por allí para ir a trabajar en La Rocar. El bar abría entre las cinco y las seis de la mañana, antes de la entrada a la fábrica. Tenía diez o doce tapas variadas, entre las que destacaban la tortilla y la ensaladilla que hacía la mujer de Pepe, Emilia Padrón, a quien le echaban una mano sus hermanas y su suegra. “Pregunta por las tapas de La Ribera”, dice ufano, y asegura que era el único bar en los años setenta que teñía licencia de apertura: “Me lo dijo la de inspección”.

Dice Pepe Arbelo que ahora “esto, el Charco, ya es otra cosa; de último es la flor de Arrecife”. Pero no siempre fue así

“¿Cuál fue la mejor época? A mí me gustó aquella cuando La Rocar, se trabajaba muy a gusto”, asegura. Fueron unos años en que había que tener preparadas las tazas de café sobre la barra porque se tomaba rápido para ir a trabajar, o se acompañaba de una copa, una costumbre enterrada. “Ahora se piden un café y te piden un vaso de agua”. Desde el bar se llevaban bocadillos a discreción, por ejemplo, a los que entraban a trabajar de noche a la fábrica. También se los llevaban a los trabajadores del varadero. “Antes había dinero y la gente se lo gastaba”.

Dice Pepe Arbelo que ahora “esto, el Charco, ya es otra cosa; de último es la flor de Arrecife”. Pero no siempre fue así. Después de las fábricas de pescado pasaron unos años que “había poco que rascar”. Finalmente, cuando había vuelto el negocio, llegó este año la víspera de San Juan y con ella la notificación de que debían abandonar el local. Llegó a las diez de la mañana, con el bar abierto, y esa misma tarde ya habían desmontado todo para dejarlo. “Hasta las puertas del baño me he llevado, las puse yo”, asegura Arbelo. “Teníamos una clientela fija muy buena que no les faltó sino llorar”.